Los residuos del antiguo régimen
A menudo, prácticamente cada día, la prensa local informa sobre episodios más o menos escandalosos que revelan la tozuda resistencia de ciertas gentes a los cambios institucionales ahora en curso. El paso de la dictadura a la democracia parlamentaria, bien mirado, no podía ser fácil, ni lo será. Resulta infantil creer que bastaba para ello media docena de reales decretos y dos o tres ejercicios electorales. Quizá en otras circunstancias, sí habría sido suficiente. Pero el régimen de Franco duró muchos años, y tenía que dejar tras de extinción grandes y graves rémoras, imposibles de eliminar o ni siquiera de mitigar en poco tiempo. Al fin y al cabo, lo ocurrido hasta hoy no es sino mera «transición»: quiero decir que no hubo «ruptura», para bien o para mal, y a ello hemos de atenernos. Sólo que la «transición» implicaba, de manera fatal, una dosis notoria de continuismo. Eso es algo tan obvio, que no vale la pena de subrayarlo. Ignoro quién pueda haberse hecho la ilusión de que la cosa funcionase de otro modo. Si alguien cayó en la trampa, los hechos se encargan de abrirle los ojos.Y, al parecer, eso que habitualmente se llama «la consolidación de la democracia», aquí y en este momento, encuentra en la herencia franquista uno de sus mayores obstáculos. No el único, desde luego. Existe el problema del terrorismo, más complejo de lo que las declaraciones oficiales pretenden hacernos creer. Y el de la dichosa «crisis económica», con la secuela del paro, de las huelgas, y de lo demás. Una parte de ese minicaos que vivimos todavía es atribuible al franquismo: «Aquellos polvos trujeron estos lodos», por supuesto. Pero tampoco hay que exagerar. La incidencia de factores externos es oprobiosa: tanto o más que en 1930, cuando intentaron liquidar la dictadura de Primo. Con todo, si ese mínimo de democracia que es la parlamentaria ha de asentarse con una relativa estabilidad en el territorio del Estado español, ha de empezar por «digerir» los residuos del sistema anterior. O «escupirlos», «vomitarlos» o como se quiera decir: expelerlos de su engranaje. En el fondo, nadie -ni la derecha, naturalmente, ni la izquierda, por temores evidentes- se ha atrevido a plantear el problema en términos limpios.
El fantasma del «revanchismo» se cierne sobre el embrollo. Sospecho que sólo es un fantasma: por ninguna parte se ve la aspiración a una «revancha», a una «re-venganza», que nos remitiría a fechas históricas que todos preferimos olvidar o que, a lo sumo, se incorporen al papel circunspecto de las monografías eruditas. No será «revanchismo» cualquier proyecto que, para asegurar la democracia prometida, imponga una desintoxicación ideológica a niveles profundos. ¿Cómo podrá confeccionarse una «democracia», por modesta que sea, si las nuevas instituciones -teóricamente nuevas- siguen en manos de individuos que les son hostiles, por intereses, por convicciones, por simple rutina? Una «democracia» sin «demócratas» es una falacia como otra cualquiera. Con el delicado eufemismo de los «poderes fácticos», ya hubo quien apuntó la hipótesis de una reacción, probablemente regresiva y violenta, ante una opción que no pasa de ser mediocremente «liberal». Los «poderes fácticos», aquí y en todas partes, son muchos y variados: generales y arzobispos, banqueros y catedráticos, policías y caciques, un sencillo guardia municipal. No son ninguna novedad, precisamente. Con ellos hay que contar. Si ellos rechazan la «democracia»...
Bueno. La cuestión tendría que examinarse con una atención especial a la «cronología». La maquinaria del Estado español, en todos sus aspectos, es una criatura franquista: la reciente Monarquía constitucional no puede desprenderse de ella, aunque quisiese. Los múltiples escalafones que constituyen el tinglado proceden de una época y de una mentalidad antidemocráticas, y hay que esperar el relevo. Que se jubilen. Es dar tiempo al tiempo. Y dar esperanza a la esperanza. Cuando, un día, los jueces, los empresarios, los coroneles, los delegados de Hacienda, los registradores de la Propiedad, la entera burocracia pública, desde los ministerios a los municipios, y, la otra burocracia, la privada, tan decisiva como la otra, se «renueven», otro gallo nos cantará. Tendrán acceso a esos puestos clave individuos ya no «franquistas». No me hago demasiadas ilusiones: no serán «franquistas», y se quedarán en «conservadores». Menos da una piedra. Un «conservador» inteligente -si no es inteligente, ya no será «conservador», será «fascista»- sería la eventualidad afable... La verdad es que apenas hemos salido de la Edad Media, en estos pagos. La «clase política» actual, en el poder o en la oposición, es contemporánea de Felipe III o de Felipe IV: covachuelista, tonta, infatuada, mema, distanciada de las impaciencias populares.
Dejemos eso. Y volvamos a nuestros carneros, como decía Rabelais. Lo patético de los «neo-demócratas» que se nos ofrecen en candidaturas es que muchos de ellos son criptofascistas, y no pocos situados en las aparentes «izquierdas» en mercado. Actúan como tales, al menos, y sin disimularlo demasiado. Si don Fulano de Tal, procedente de una supuesta «democracia-cristiana», todavía arrastra la consigna juvenil de «todo el poder para el jefe» gilroblista, y jubilado Gil Robles, ¿qué cabe esperar de él? Y no digamos de los chicos educados y maleducados en el SEU, en el «César Carlos», en el Opus, en los cursillos de cristiandad, en... Son los chicos del franquismo ritual. Se han saltado a la torera el franquismo, y el gesto es digno de ser agradecido. Lo hicieron por conveniencia. Muy bien. De eso nos beneficiamos, y no de los gargarismos literarios de Carrillo y de su ex amigote Calvo Serer y sus grotescas «juntas democráticas». Pero ellos siguen siendo franquistas. Recibieron el poder del franquismo y no desean que se les escape. Es lo lógico. Con ese material humano en las cimas de la Administración se intenta montar la «democracia». En eso estamos. La piedra de toque, más que los ministros, son los gobernadores civiles de provincias. Los que vivimos en provincias somos muy sensibles al fenómeno. La figura jurídica del gobernador civil todavía no ha sido discutida por esas «izquierdas» parlamentarias que son las primeras en padecer las consecuencias.
Y lo más preocupante: el franquismo difuso, el «franquismo sociológico», como dicen algunos, que está sobrecogedoramente generalizado. Es la batalla que el Caudillo, como el Cid, está ganando después de muerto. Cuarenta años de dictadura calan hasta al fondo: hasta las capas sociales más impermeables. Han calado. Hay una «mentalidad» común prefabricada por los antecedentes del antiguo régimen. Un ciudadano cualquiera, aun considerándose y sintiéndose de izquierdas, muchas veces se expresa y se comporta como un «franquista» de toda la vida. En la «política local», desperdigada en la geografía celtibérica, el «franquismo», los mecanismos ideológicos del franquismo, perduran. Y no sólo a través de UCD, que recibió el «legado» y lo mantiene, sino que hasta los troskos, si queda alguno, y el resto, y los del medio, sufren y aceptan la «marca del esclavo» que procede de la dictadura. Si el propósito es alejarnos de Franco y sus manipulaciones, me temo que no avanzamos mucho. La derecha actual es gozosamente franquista, errando el camino; la izquierda es boba, y así le luce el pelo. Doy por supuesto que la derecha ha de ganar siempre: viene ganando desde el Paleolítico Superior. La izquierda, cuando no es capaz de hacer una revolución, por lo menos debería servir para retajar o fumigar el fascismo al acecho. Pues ni eso. Me alarma esa eventualidad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.