Los parlamentos
EL GOBIERNO está hecho para gobernar; el Parlamento es para parlar, para hablar: esta definición dada en la televisión («La clave», 12 de mayo) por Emilio Romero representa una opinión que se va extendiendo dentro de las mismas democracias, como consecuencia de un paulatino, pero firme y marcado, descenso del verdadero papel del Legislativo sobre el Ejecutivo. El especialista inglés Robert Jackson señalaba recientemente que en su país -o en el modelo que representa su país- «el predominio teórico del Legislativo sobre el Ejecutivo se ha transformado en el predominio del segundo sobre el primero».Algunos de los hechos que han contribuido a esta inversión se han producido a partir de la posguerra: creación de leyes electorales -y de «trucos» electorales, como el reparto arbitrario de circunscripciones- para favorecer mayorías absolutas, aumento del presidencialismo en algunos países, facilidades constitucionales para el Gobierno por decretos-ley, fortalecimiento de los poderes burocráticos de la Administración, reducción de los debates parlamentarios abiertos y, en cambio, fortalecimiento de los debates a puerta cerrada en comisiones segregadas del Parlamento.
Esta aberración se ha producido, paradójicamente, como un medio de conservación de la democracia. En los años previos a la guerra mundial, veían con angustia que los países dictatoriales eran más eficaces que los parlamentarios: confundían la fuerza con la justicia. En la posguerra surgió la obsesión de los Gobiernos fuertes y duraderos. Fue la inestabilidad gubernamental, más que el mal resultado de la guerra de Argelia, lo que provocó en Francia la semidictadura o el recorte democrático del general De Gaulle. Desde entonces, la merma del parlamentarismo no ha cesado.
España no es, en este aspecto, un caso único. Sólo que las circunstancias peculiares de la transición española y la calidad y filiación política de las personas que atacan el parlamentarismo hacen aquí más sensible esa deformación de la democracia. Y un sentido del poder como monopolio y de las consecuencias electorales como triunfalismo redundan en que el dominio del Gobierno sobre el Parlamento aparezca como un regreso de antiguas fórmulas.
Es inútil, por obvio, repetir que el Parlamento no es sólo un lugar para hablar. Es un lugar para que el Gobierno comparezca ante los representantes de la nación, para que las distintas oposiciones puedan realizar la defensa de los sectores de población que representan, para que las leyes se discutan y para que esas discusiones se amplifiquen. La defensa de la democracia por medio de sistemas que la restringen no es un buen método o, por lo menos, no es un método honesto. Los parlamentos están hechos precisamente para que los gobiernos no adquieran un carácter permanente y para que sus decisiones no sean infalibles. Si se considera la inestabilidad gubernamental de Francia hasta De Gaulle, o la italiana hasta nuestros días, como un defecto del parlamentarismo, se está emitiendo un juicio equivocado: ha sido precisamente la debilitación de los parlamentos a partir de leyes electorales falseadas, la anulación de la participación de grandes masas en la gobernación del país por el cerco a algunos partidos, lo que ha producido un divorcio entre gobiernos y pueblo, entre país real y país político, como se ha dicho en más de una ocasión.
En España, el acaparamiento de poder por parte de UCD y la estrechez de márgenes que los estatutos de las Cámaras y los principios constitucionales, interpretados de una manera partidista, son los que están contribuyendo a un desprestigio del parlamentarismo. En nuestras condiciones históricas, este hecho es grave. Puede hacer que amplios sectores de opinión adviertan que el poder está en otro lugar y se vuelvan, por consiguiente, hacia la indiferencia o hacia la acción marginal.
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