Radiotelevisión y monopolio estatal
EL PROYECTO de ley para regular el Estatuto de la Radio y la Televisión ha sido ya enviado a las Cortes. Se inicia, así, el trámite parlamentario ordinario, cuyo desarrollo puede, en teoría, alterar la propuesta gubernamental en función de las enmiendas que se presenten y aprueben. Sin embargo, no conviene hacerse demasiadas ilusiones al respecto la televisión es, en sí misma, un centro de poder demasiado importante para que ningún Gobierno afloje el férreo control que ejerce sobre su organización y actividad. Pero en España se da el factor añadido de la intensa fijación en su dominio que ha mostrado un partido en el poder, familiarizado desde dentro con sus secretos (no hay que olvidar que el señor Suárez fue director de RTVE con el anterior régimen), fabricado, en gran medida, por la pequeña pantalla.El cuadro de los síntomas no puede sino conducir a un diagnóstico desalentador y pesimista respecto a las posibilidades de recuperación, para la sociedad, la cultura y la libertad, de un medio de comunicación de masas que los detentadores del poder no quieren soltar de la mano. Tal vez cedan a los ciudadanos otros campos y acepten limitaciones en otros terrenos. Pero tendría que suceder un milagro para que se desprendieran de su juguete peferido, al que se agarran compulsivamente por miedo a perder un instrumento fetichizado corno talismán para ganar las elecciones y como detente para conservar el poder.
Tiempo habrá, a medida que se sucedan el dictamen de la ponencia y los debates en la Comisión y en el Pleno del Congreso, para analizar los detalles y examinar cuestiones aparentemente técnicas que esconden, sin embargo, decisiones políticas. Lo que ahora resulta obligado es señalar que el Estatuto de Radio y Televisión enviado a las Cortes no tiene el «carácter autónomo» que sus redactores le atribuyen en la exposición de motivos, ni tampoco establece mecanismos para ese «control parlamentario representativo upuestamente destinado a garantizar la correcta utilización de esos «trascendentales medios de comunicación». Es, simplemente, la remodelación jurídico-técnica de un contenido que no cambia y que incluso se consolida: el completo dominio por el Gobierno del monopolio de la televisión y de las emisoras estatales de radio.
En lo que al control parlamentario se refiere, el proyecto de Estatuto ni siquiera se molesta en guardar las formas. Se limita a establecer, invadiendo la soberanía de la Cámara de Diputados, la creación de una Comisión Parlamentaria del Congreso, a la que se asigna casi burlonamente el «control a posteriori» de la actuación de la televisión y de las radios estatales, con el añadido de que el ejercicio de tal control no puede «impedir el normal funcionamiento de los medios». El mismo tono se puede percibir en la fijación de competencias -emitir «opinión o dictamen» cuando se lo pidan- a un consejo asesor en el que el Gobierno se asegura de antemano una mayoría de dos tercios y que sólo podrá ser convocado por el consejo de administración.
Este último órgano de alta dirección estará compuesto por ocho vocales elegidos por el Congreso de los Diputados, y por mayoría de dos tercios, «entre personas de relevantes méritos profesionales». Se diría, al examinar este procedimiento de selección, que el partido del Gobierno opta por renunciar al copo total del consejo de administración (lo que es elogiable) y a la proporcionalidad estricta (lo que resulta ya más sospechoso), para inclinarse por un acuerdo consensual cuya llave, en todo caso, guardará siempre en el bolsillo, precisamente por el peso de su grupo parlamentario. Pero el misterio de la relativa continencia gubernamental en este terreno queda claro al leer que entre las competencias del consejo de administración no figura aquella que es básica y elemental en todos los órganos de este tipo que en el mundo han sido: nombrar y destituir al director.
Tampoco en esta cuestión el proyecto de ley se preocupa demasiado de guardar las formas Mientras el consejo, de administración es elegido para cada legislatura, lo que significa un máximo de cuatro años, por el Congreso, el director general es nombrado por cinco años por el Gobierno. Un consejo de administración cuya duración es inferior al plazo del mandato del director y cuya composición depende del visto bueno del grupo parlamentario gubernamental difícilmente podrá utilizar las competencias que el estatuto le atribuye para controlar a un director al que no ha nombrado ni puede destituir y que dispone de más recursos de poder, entre otros la confianza del poder ejecutivo, que el órgano encargado de aprobar los planes generales, la memoria anual, las plantillas el anteproyecto de presupuestos y la distribución de espacios entre los partidos.
Si el estatuto de radio y televisión es aprobado por las Cortes sin alteraciones sustanciales se habrá cerrado definitivamente el círculo de la conspiración contra el eventual uso de los medios de comunicación estatal para ofrecer una información transparente y no manipulada y suministrar bienes culturales y entretenimientos dignos para el ocio. Probablemente la batalla que planteará la oposición, a fin de lograr una mayor participación en el control y el uso del monopolio televisivo y de las radios estatales, terminará en una derrota. Ahora bien, la victoria de los hombres del Gobierno puede ser sólo temporal. Porque si dentro de cuatro años perdieran las elecciones, se verían condenados a padecer las consecuencias de haber legitimado la utilización partidista del monopolio televisivo, posibilidad que sus adversarios seguramente tomarán en consideración en los debates parlamentarios.
Televisión parece condenada a ser propiedad exclusiva del Gobierno -de cualquier Gobierno- y a mutilar sus enormes posibilidades culturales y educativas en beneficio exclusivo de los intereses estrechamente partidistas y electoralistas del grupo político que disponga de su control. Hasta ahora, el monopolio estatal de los canales televisivos ha sido un tabú para la opinión democrática. Dada la incorregible tendencia de los profesionales de la política a utilizar los instrumentos del Estado como bienes propios y a olvidar los derechos y las necesidades de los ciudadanos que los financian con sus impuestos, hora es ya de preguntarse cuáles son los argumentos racionales y las razones morales con los que los partidarios de la autonomía de la sociedad civil pueden defender coherente y convincentemente el monopolio del medio televisivo.
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