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El vivo al bollo

Manuel Vicent

El difunto está tendido sobre una sábana en la alcoba del fondo, y con el aleteo de los cuatro cirios que dibuja en su rostro unas mariposas de sombra, parece sonreir a las visitas. Pero el difunto no sonríe. Está muerto del todo. En las paredes sólo han quedado un tablero cuadriculado de abscisas y coordenadas, a modo de cabecera del cadáver, donde se ve una línea quebrada que baja formando ángulos muy obtusos como una fiebre que se despeña fatalmente, abandona el panel por la parte inferior y sigue por la pared de la alcoba en forma de flecha que indica la dirección del urinario. El muerto aparece vestido con el hábito de árabe kuwaití, una toalla ceñida a la frente con un cíngulo de cuatro nudos de terciopelo, y ha sido reconfortado, mientras boqueaba, con los auxilios espirituales del petróleo. En el último momento, el ministro de Economía le ha untado el calcañar con crudo de la mejor calidad, refinado en Cartagena. Así está ahora, pasota total, con una mosca azulada en la nariz que se alisa las alas con las patas.En los pasillos y en la sala principal, empresarios y políticos producen el ronroneo propio de estos casos, literatura y chascarrillos de velatorio, mil formas de decir que no acaban de creérselo. Pero desde la funeraria avisan que el entierro será mañana a las cuatro, y alguien reparte por allí invitaciones para acompañar a la economía al hoyo. Y en ese instante entran los ujieres con el bollo y comienza la velada.

En el hemiciclo huele a perfume de crisantemo y por los escaños los diputados se pasan las soperas de chocolate y los bollos mojicones. Se trata de una sesión de espiritismo, servida por una pastelería cercana, donde se pretende hablar con el muerto y conseguir un doble de parafina, sacar el negativo de la economía en ectoplasma que flote por el recinto para amenizar la función. En la alcoba del cadáver se suceden los turnos de vela, cuatro tipos de las centrales sindicales, con traje de domingo gris marengo, alineados en el perfil de la sábana, cuatro empresarios enfrente vestidos de bailarines de claqué, todos con las manos plegadas a la altura de la bragueta, sudadas por el calor de los cirios.

El debate espiritista se centra en un punto: cómo vivir bien aunque la economía esté muerta. A partir de ahí comienza el análisis de los técnicos. Cuando a un sujeto le ponen unos rulos electrónicos en la cabeza y su cerebro ya es incapaz de mover la aguja, los médicos exhiben a los familiares el encefalograma plano y certifican que la abuela ha muerto. Pero es sabido que más allá de la muerte clínica hay un plazo de tiempo en que al fiambre le crecen las uñas y el pelo de las patillas, las células de la periferia se agitan en un juego autónomo desconectado de la base del cráneo. La sesión espiritista consiste en buscar una fórmula de alargar lo más posible este automatismo de las puntas del fiambre, de modo que un país pueda vivir un año más sin trabajar y comer de eso. Mientras tanto, los diputados se pasan el bollo y todos hablan de que el entierro debe ser de primera. Se trata de montar un buen funeral, con largos responsos en cada esquina camino de la Sacramental de San Justo y esperar que la economía no sea una ciencia exacta.

Al menos en este país no lo es. Este es un velatorio surrealista donde los empresarios lloran mojando el bollo en el chocolate y los trabajadores parecen felices pinchando globos en la huelga asamblearia y los políticos invocan al fantasma de ectoplasma que flota por el hemiciclo. El muerto está tendido sobre una sábana en la alcoba del fondo y todos comprueban que a pesar de todo aún le crece la barba. En la sala principal sigue la sesión de espiritismo, y en el momento supremo la medium da la solución: un país entero jamás puede quebrar, aprovechen la ocasión en que este fiambre aún tiene síntomas de vida. periférica y véndanlo a una multinacional. Siempre se encontrará a un japonés que cargue con él.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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