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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Elogio de la ciudad

(Diputado de Coalición Democrática por Barcelona)

La ciudad tiene mala prensa. Sus habitantes se quejan a cada rato, suspiran siempre pretendiendo, asfixiados, salir de ella. La ciudad asemeja así a aquellas fortalezas asediadas en las que quienes están dentro quieren salir y los que están fuera quieran entrar.

La ciudad es el riesgo, el ruido, el atraco, la violación, la puñalada, la mendicidad, la droga, la prostitución, el vicio, la noche larga e intranquilizadora. Es Babilonia, es, Sodoma, es Gomorra. Es también la polución.

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En cambio, el campo... «Me dicen la ciudad y yo respondo: el campo», escribía el escultor Alberto, cayendo en la fácil tentación bucólica de tantos poetas y artistas plásticos. El trinar de los pájaros, la luna que platea los olivos, los pálidos fulgores de un sol tibio que dora la mies, la visión pastoril, en fin, de un campo sano, incontaminado y feliz, sólo ultrajado por los coches domingueros los días en que, según la televisión, «hace buen tiempo». Porque como escribió Machado el bueno -el otro era de derechas-, «la primavera ha venido/nadie: sabe cómo ha sido». Algún día surgirá, entre los trigales verdes, un antólogo poco escrupuloso que llegará a la conclusión de que esos pecaminosos versos machadianos los escribió en realidad Manuel y no Antonio, argumentando que no puede ser de izquierdas y escribir tal bobada.

Imaginemos la frivolidad de esa versión bucólica y enternecedora del campo, que ha sido capaz de olvidar olímpicamente que tres rnillones de compatriotas nuestros inalviven, aún hoy, en y del campo, y siguen teniendo una renta per capita que es, individualmente, menos de la mitad que aquella que perciben quienes trabajan en los otros sectores. A los poetas no les gusta hablar de las plagas del campo: del analfabetismo, Je la obreza, de la sequía, y tampoco del incesto, la zoofilia o la cirrosis, que hacen, al parecer, Ibuena pareja con el aire puro.

«Y el viento fue condecorado, y se habló / de marineros, de lluvía, de azahares, / y una vez más, la soledad y el campo, como antaño, / y el cauce tembloroso de los ríos, / y todas las grandes maravillas, / fueron, en suma, convocadas», escribió con sarcasmo José Agustín Goytisolo en su estupendo poema Los celestiales, hace más de veinte años. Y, sin embargo, la ciudad tiene unos límites más humanos, apacibles y razonables que el campo. Y la misma contaminación, ¿seguro que es un triste privilegio de nuestras actuales ciudades? ¿Acaso las calles de la antigüedad o de la Edad Media no eran unas cloacas malolientes? Las epidemias del cólera, de la peste, del tifus, que asolaban las ciudades europeas hasta hace muy pocos años, no eran también polución? No es claro que sea peor el óxido de carbono de los coches que el tétanos que proporcionaban los caballos, la peste bubónica de las ratas o las aguas tan frecuentemente contaminadas incluso a mediados del siglo pasado.

Es como si el hombre necesitara vivir atemorizado y quisiera aumentar más aún el riesgo de graves catástrofes. El peligro de la bomba atómica, que producía muy recientemente enormes escalofríos de terror, ha sido sustituido ahora por el de la contaminación y por el pánico a la energía nuclear, cuando lo cierto es que por un juego combinado de reglamentaciones, de dinero y de progresos técnicos, tanto la contaminación microbiana como la atmosférica se han superado en los países desarrollados. De la energía nuclear no voy a hablar ahora; apuntaré tan sólo que. según algunos marxistas, el maquinismo, primero, y el desarrollo industrial, después, iban a empobrecer a la clase obrera, y también se opusieron a ellos. Muchas veces los adversarios a ultranza de todo aquello que puede contaminar están demasiado contaminados para emitir una opinión válida.

En cuanto a la antinomia coche-ciudad, habrá que convenir en que la circulación no es un fin en sí mismo, sino un medio, y como tal debe entenderse. El coche no es más que un sistema de transporte, una manera de trasladar a un peatón de un lugar a otro. Aislar a los unos de los otros resulta un fracaso: las mismas zonas peatonales no sor, una solución definitiva y están siendo contestadas en muchísimos lugares. André Fermiguer se quejaba con razón en Le Nouvel Observateur: «Arquitectos, planificadores, urbanistas, volved a hacer nuestras ciudades, volved a hacernos calles con tiendas, con aceras por donde puedan pasear las gentes, con encrucijadas, con plazas, con olores, con luces y ¡hasta con coches!».

La naturaleza no fue creada como refugio de los hombres que se escapan de las ciudades, sino al revés, fueron los hombres quienes crearon las ciudades para defenderse o, si se quiere, para abrigarse de una natruraleza muchas veces hostil. «La naturaleza es inconfortable, la hierba es dura, húmeda, está llena de horribles insectos negros. Si la naturaleza hubiera sido confortable, jamás la humanidad habría inventado la arquitectura. Tan sólo una casa nos da la idea de lo que son las proporciones exactas: todo nos está subordinado, todo está concebido para nuestro uso y nuestro placer», decía no sin provocación Oscar Wilde, quien seguramente no alabaría hoy con tanto entusiasmo nuestras casas y nuestras ciudades.

Porque la ciudad era todavía entonces un organismo vivo que iba creciendo lentamente, según sus necesidades, en función de un sistema económico también lento en sus variaciones. Los urbanistas modernos -casi todos los urbanistas modernos- padecen la obsesión del funcionalismo y por ello suelen partir las ciudades como si fueran melones y dividirlas en zonas: vivienda, industria, espacios verdes. Por eso mismo, nacen unas ciudades artificiales, con sectores repletos durante el día, vacíos por la noche; con unas avenidas muertas y otras intransitables. El «zoning», o sea, la estricta especialización de las diferentes zonas de una ciudad, hace que ésta deje de ser un lugar de encuentro para convertirse en una constante segregación. Tal vez la gran incomodidad de las ciudades actuales resida, en definitiva -como ha señalado Bernard Oudin-, en esta molesta paradoja: el urbanismo simplifica frente a una realidad social qae se complica. Y sería necio atribuir todos los males al aurnento de población en las ciudades, pues en Roma vivían hace 2.000 años más de un millón de personas y hace ya 120 años un catalán insigne, Ildefonso Cerdá, liberal y progresista, planificaba el futuro y proyectaba el plan del ensanche de Barcelona, un plan de urbanismo inteligentísimo, el primero del mundo, que la Corona tuvo que aprobar por real decreto, ya que los sectores más reaccionarios y cicateros de la ciudad se oponían a él. Es una triste ironía que quienes más debieran conservar la armonía, el equilibrio y la belleza -los conservadores- hayan sido sus principales destructores. Por eso alguien, no con demasiado ingenio, todo hay que decirlo, les llamaba «conservaduros».

En realidad los riesgos de la ciudad, que evidentemente pueden ser reducidos, son el precio que paga una sociedad por su enriquecimiento y no desaparecerán del todo hasta que ésta deje de ser una sociedad industrial y se convierta en una sociedad científica, lo que ocurrirá presumiblemente en un corto plazo.

Un político francés escribía recientemente que nuestra sociedad industrial se caracteriza por el uso de la energía y de la máquina, las cuales multiplican el esfuerzo físico del hombre. Pues bien, la sociedad científica futura, basada en el ordenador, va a multiplicar la memoria y el pensamiento del hombre, quien podrá ser sustituido por aquél incluso en algunas tareas inteligentes, quiero decir «humanas». Por ese mismo tránsito, por ese cambio de modelo de sociedad, es por lo que nuestra civilización está en crisis: ni Marx ni Keynes nos sirven ya sino como piezas de museo para estudiosos.

Claro es que, mientras tanto, algo habrá que hacer para que nuestras ciudades sean menos inhóspitas y nuestro urbanismo menos salvaje y más urbano, si es lícito emplear ese pleonasmo más aparente que real. Algunos sociólogos americanos aseguraban, hace ya diez o doce años, que ante el aumento de la guerrilla urbana y la enorme criminalidad de las grandes ciudades, las casas individuales se irían transformando en mini-fortalezas vigiladas siempre por grupos de autodefensa; las salidas a la calle, reducidas al mínimo, se harían en coches blindados, y se incrementaría al máximo el uso de los medios de comunicación a distancia, o sea, teléfono, télex y las nuevas aplicaciones de la electrónica. Aquello que tenía hace pocos años un aire de ciencia-ficción se está convirtiendo, en nuestra propia carne, en realidad.

Aunque casi todo el mal sea irreparable -sobre todo si no se tiene audacia, imaginación y dinero-, tenemos derecho a exigir soluciones para vivir en una ciudad más civilizada y para no morir en una jungla no siempre de asfalto. Anaxágoras pensaba que el hombre era inteligente porque tenía manos (¿o fue su inteligencia lo que le hizo convertir sus patas delanteras en manos?). Quizá el hombre sea civilizado porque ha sido capaz de construir ciudades allá donde existía tan sólo campo. De él depende que sean también humanas.

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