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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La mujer de hierro y el hombre de seda

LA TELEVISION la recoge siempre a paso de carga. La cabeza alta, la mandíbula apretada, implacablemente peinada, la señora Thatcher avanza con energía por el camino del poder. «Ustedes necesitan una mujer de hierro -dice a los británicos, apurados y atónitos, en sus discursos-; pues bien, esa mujer soy yo», y todos los Roper del país asienten. Unos pasos más atrás, silencioso y discreto, con una breve sonrisa, su marido: como el duque de Edimburgo en la retaguardia de la reina Isabel. Fue una idea que se les ocurrió a los creativos de Saatchi & Saatchi -como vestirla de azul, color del partido, con trajes sastre y, desde luego, sin sombrero-, y quizá no es tan buena como parecía. Todavía Gran Bretaña conserva el mito de la virilidad, como en los poemas de Kipling -«... serás un hombre, hijo mío ... »-, y ver una reina con un marido detrás, una primera ministra con un marido detrás, parece excesivo. ¿Y la gran reina Victoria? Sí, pero tenía al lado a Gladstone, a Disraeli. Que también fueron de hierro.Nos podríamos preguntar para qué necesita Gran Bretaña una mujer de hierro, ni siquiera un hombre de hierro. «Maggie Corazón de León» -otro sobrenombre de Saatchi & Saatchi- contesta: para elevar «una barrera de acero». Que es necesaria para que se respete la ley y se condene a los culpables, concretamente, a los piquetes de huelga que destrozan el país. Una barrera de acero formada por más policías. Y por más ejército: hay que aumentar las fuerzas armadas, porque el mundo está en peligro; hay una expansión soviética, que precisamente se derrama sobre tierras que fueron del imperio que creó la reina Victoria -Africa, Afganistán, India-; la URSS «no es sincera», destroza los derechos del hombre, incumple sus compromisos de la Conferencia de Helsinki. Pero para eso está la señora Thatcher, para corregir la debilidad de Occidente.

Mientras tanto, mister Callaghan ofrece una imagen de hombre de seda. Habla con un cierto humor, con el understatement típico de los ingleses. Subraya el carácter aventurero de esa mujer de hierro que se le opone, explica que su Gobierno ha logrado reducir el paro obrero, que las huelgas han disminuido y que hay esperanzas de lograr un buen pacto social y una ayuda sustancial a la industria que permita aumentar en el futuro los puestos de trabajo. Asegura que los otros países han comprendido ya los problemas británicos en el Mercado Común, y van a ser buenos con su agricultura. Cree que, dentro del mundo occidental, hay que contribuir al apaciguamiento y a una mejoría de relaciones con la Unión Soviética. En general, ofrece la contrafigura de la señora Thatcher.

Aproximadamente, un 22% de los electores están todavía perplejos eiítre estas dos imágenes. Es la única cifra aproximadamente constante en las diversas y sucesivas auscultaciones de la opinión pública. Los que han decidido votar varían algo: tan pronto se muestran fuertemente a favor de los conservadores (hasta un 20%), como más ligeramente (mínimo, 5,5%). Depende de los últimos impactos de la campaña de los dos campeones. En cualquier caso, la ventaja sigue siendo conservadora, y siempre con la fuerza suficiente para conseguir la mayoría en la Cámara de los Comunes.

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El Partido Laborista confia aún, a tan escasas fechas de la elección -el 3 de mayo-,en que puede llegar a invertir los términos. Confia en los indecisos. Un indeciso, dicen, no es nunca un hombre o una mujer que puedan votar a Margaret Thatcher. Debe horrorizarle tanto, que finalmente se decidirá por los laboristas. Esta impresión es escasamente científica. Como lo es la idea de que Margaret Thatcher actúa directamente sobre una histeria, por vías de sensibilidad y no de reflexión. Pero en ningún sitio está escrito que las elecciones no se decidán por estados de ánimo. Ni siquiera en Gran Bretaña.

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