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Redadas

Rosa Montero

El caso es que Pedro salió la otra noche de su casa dispuesto a dar la vuelta de rigor por los locales del mundillo. Caminaba animoso y batallador, impregnado de un talante ciertamente jaranero ante la presencia de este verano que ya se huele en las esquinas de la calle, cuando, ¡zas!, al llegar al Armadillo, contemplo cómo la policía llevaba a cabo una redada, una redada de tipo clásico, como las de antes, porque los funcionarios entraban en el bar fusil en mano y casco en testa, «que no te creas que iban con el sombrerito, no», añade Pedro. Y no le quedó más remedio que volverse a casa.El caso es que Pedro es homosexual, o gay, o marica loca, como prefiere él mismo denominarse, porque Pedro es de los radicales y piensa que la palabra «homosexual» es inadmisible por lo que tiene de término clínico, y que mejor es rescatar el vocablo marica, que está cargado de resonancias populares y desprecios, y reivindicarlo para sí mismo por el efecto revulsivo que la palabra tiene entre los ciudadanos biempensantes. Pero, volviendo con la historia y con las redadas nocturnales, el caso es que tal parecería que lo del Armadillo no es un hecho aislado ni casual. Porque en el último mes, desde que los ucedistas, esos señores del Gobierno que se atan la virilidad dad con el nudo de la corbata, desde que los ucedistas, digo, se reafirmaron tras sus mesas ministeriales con la victoria de las legislativas, un negro destino se ha cernido sobre los locales de ambiente más o menos gay de la ciudad. Y así, la casi totalidad de los bares y discotecas que sirven de refugio y de punto de encuentro para homosexuales, gays, carrozonas y maricas, han sido cerrados bajo distintas causas oficiales, la más común de ellas la del tráfico de drogas, aunque, como dice Pedro, la Loca Consecuente y Combativa, «a esos locales íbamos poquísimas modernas, eran bares frecuentados por las clásicas, las de toda la vida, de lo más tradicionales, que no querían drogas ni líos de ningún tipo». De modo que, en un plazo de cuatro semanas, O'Clock ha sido cerrado, y Topxi también, y New Marilyn, y Otelo's, y Bugatti, y Sacha's, uno detrás de otro, en una escalada represiva inexorable, que de hecho han dejado a la homosexualidad o a la mariconería madrileña (según se denominen las cosas desde un criterio más reformista o más radical, respectivamente) en la mismísima calle, condenados a una marginalidad a la intemperie, que así están los pobres, itinerantes, paseando sus aburrimientos al relente, sin rumbo y sin lugar de cita, desnortados y cansinos. Y luego pasará lo que siempre pasa: que cuando les vean desgastando aceras les meterán de cabeza en el talego o palomar, vulgo cárcel, por el aquél de vagabundear y de mostrar sus lacras por la calle, esas lacras definidas como tal por una ortodoxia agresiva.

Así es que, después de unos años -meses- de cierta permisividad a causa de la inestabilidad del llamado proceso democrático, ahora, con la estabilización, llega de nuevo la cerrazón, la tiranía que ejercen quienes son legalmente normales, o sea, quienes se embriagan y protegen con la norma, con una convencionalidad amparadora y estrecha. Y ya no es cuestión de leyes de peligrosidad social y otras especies: lo malo, lo definitivamente aterrador y triste es ese espíritu inquisidor de los encorbatados, esa normalidad militante que se fomenta desde el poder, esos Torquemada que llevan dentro tantos ciudadanos, que se apresuran a denunciar a la policía la existencia de bares de homosexuales, por ejemplo, porque tienen miedo de que se les resquebraje la ortodoxia a fuerza de contemplar gente distinta. Que cosa rígida y despótica es la normalidad vigente, esa normalidad con la que nos parcelan y anulan, esa normalidad que nos cierra los días, la vida y los bares, y que condena a Pedro a patear calzadas marginales.

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