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Las ideas y las costumbres

Esta Semana Santa, pese a las irregularidades del clima, ha traído mucho forastero a la zona donde vivo: al parecer, nadie que podía quiso privarse de sus breves vacaciones cerca del mar. Ni tampoco los indígenas. Han sido, aquí, unos días de gran ajetreo en las carreteras y de amable negocio en el ramo de la hostelería y similares. Y la verdad es que la cosa viene de algunos años a esta parte, no sabría ahora precisar cuántos, pero tiene bastante que ver con el casi simultáneo aumento de la renta per cápita del vecindario y las alegrías renovadoras del Vaticano II. Para un observador ligeramente anciano y escéptico como yo, el fenómeno no deja de presentar ciertos alicientes malévolos. En un tránsito apenas perceptible, de una suavidad sin precedentes, la tradición celtibérica -y, claro está, católica- de la Semana Santa se ha desmoronado de mala manera. Me temo que sólo subsiste allá donde los ritos eclesiásticos, convertidos en folklore, todavía constituyen una «atracción» para el turista eventual. Incluso en estos sitios, si las tales jornadas fueron alguna vez de recogimiento y de piedad afligida, ya no lo son. Son unas «fiestas» como otras cualesquiera.He de confesar que el Viernes central del calendario cristiano, fecha abrumada por ayunos y abstinencias, me vi sentado, a la hora del almuerzo, en una mesa de restaurán y ante un menú escandaloso. La idea era reunirnos unos amigos, la mayoría jóvenes, para charlar de lingüística y de literatura locales, aprovechando el asueto universitario: los comensales pertenecíamos a comarcas cercanas. El plato fuerte era una combinación de anguila y conejo con una salsa gloriosamente picante, unas pocas patatas y unos huevos incrustados. De mi infancia ortodoxa recuerdo que el «promiscuar» durante la Cuaresma, en miércoles y viernes, y aunque la familia hubiese pagado a los curas unos papeles llamados «bulas», estuvo siempre mal visto: pero el Viernes Santo era de una absoluta prohibición. In illo tempore, este tipo de comida, conscientemente practicada como «transgresión» que dirían hoy, y como «pecado» que llamaban entonces, sólo se atrevían a engullirla los republicanotes clásicos, anticlericales a machamartillo, de la escuela de Blasco Ibáñez. Se trataba de una provocación frente a la ciudadanía devota. Un acto de «heroísmo», en definitiva. Y hoy, no.

Porque ni los chicos que me acompañaban ni yo teníamos esa intención. Ni supongo que la tenían los consumidores que ocupaban las restantes plazas del comedor: de todos los comedores de la costa, me imagino. ¿Que Cristo murió en la cruz para redimirnos y todo esto? Pues muy bien. «Es su problema», como rezaba aquella pintada de anarco. La mezcla de alimentos fue devorada sin, ningún prejuicio, ni en pro ni en contra: con indiferencia. Recordé el asunto mientras tomábamos café, y mi sorpresa creció. No sólo había indiferencia; también ignorancia. Todos los asistentes habían sido educados en hogares rutinarios y habían asistido a clases de una asignatura llamada «religión». El Viernes Santo y sus prescripciones gastronómicas les importaba un comino. A ellos y a los demás. ¿« España ha dejado de ser católica»? Don Manuel Azaña se precipitó en la afirmación y los hechos lo demostraron: la España católica, con sus prelados al frente, armó una guerra civil de todos los diablos el 36. No sólo la España católica, pero ella proporcionó a los otros intereses en juego bendiciones, dinero, voluntarios. Sólo que hoy...

Hoy todo es distinto. ¿O no? De regreso a casa pude comprobar que las discotecas y los pubs estaban llenos, y las iglesias semivacías. No aseguro que los respectivos aforos sean significativos. ¿Cómo valorarlos con un mínimo de rigor estadístico? Lo evidente eran, son, las «abstenciones», sin duda. Como cuando se va a votar. No estamos en época en que los «banquetes de promiscuación» sean provocativos. lo cual no deja de ser un detalle. Pero la dispersión de la burguesía y de la clase media acomodada, hacia la sierra o el litoral, olvidándose de los oficios litúrgicos de la gallofa o añalejo de las diócesis, sí que es un «dato» sociológico digno de ser tomado en cuenta. El resto, el proletariado, se daba por descristianizado, desde mucho antes. O no: gente de esa extracción, en definitiva, aún arrastra los rezagos más supersticiosos de sus orígenes afligidos. En realidad, ni a ésta ni a la otra parte de los Pirineos afectó mucho la propaganda «Iiberal» o «atea», desde Voltaire hasta ahora. Francia, la Francia de Voltaire y de Rousseau -«c'est la faute a ... »-, la de los «libertins» escolarmente estudiados, tampoco ha dejado de ser católica. Más de una vez, charlando con Pierre Vilar, le advertía el síntoma: que Le Monde siga dedicando cada día una página a los pormenores del culto, de la moral y del dogma.

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Si a ello, sumamos «la mano tendida» que los marxistas -cada vez menos, y cada vez menos marxistas- alargan a los cristianos, y los «cristianos para el socialismo», y los líos extracristianos que disfrutan los grupúsculos presuntamente subversivos, con su afición al «orientalismo», ya me dirán ustedes a dónde iremos a parar. No es para ser optimista. Mirado el espectáculo desde el ángulo de las ideas, o desde la «ideología», hemos avanzado muy poco hacia la «desclerización». Examinando los cambios de costumbres, el saldo sería muy distinto: lo es. Y sin que nadie quiera provocar a nadie. Si yo, fuese obispo -y es un error de mi parte el no haberlo deseado jamás-, me pondría las manos en la cabeza: dicho de otro modo, estaría alarmadísimo. Porque la «ideología» es importante, decisiva a ratos, y el cardenal de Borriana lo sabe. Y lo saben los demás mitrados. Pero las «costumbres» van por otro camino.

Voltaire, El motín, La traca, don Manuel Azaña, y el resto, apenas alteraron la vocación pía del electorado español, y mucho menos sus variantes nacionalitarias. Pero el cochecito utilitario, los establecimientos para el bailoteo, el porro, las bebidas largas o cortas, los «puentes», los chalets y los apartamentos, el precio de los carburantes, las revistas gráficas o las pantallas con «S» acogidas a la inexcusable «libertad de expresión», aunque expresen poca cosa, y más factores, como el tocadiscos, la televisión, los consejos médicos para adelgazar, están en contra de las misas, las procesiones y las Semanas Santas. No es una cuestión de «ideas», que sería lo bueno; es una cuestión de «costumbres», que conllevan una cantidad de «intereses» económicos impresionantes. España no ha dejado de ser católica, y de ahí que Carrillo, González y el resto hagan el ganso como es sabido. Pero ¿España es todavía tan católica como dicen? La cantidad de carne que han devorado nativos y extraños un Viernes Santo en su propio país, ¿cómo lo juzgará monseñor Tarancón? Perdurará el clericalismo, pero minado. Y sea lo que Dios quiera.

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