Mister d'Hont, supongo

El balneario ha quedado medio derruido por el derecho al pataleo, pero todavía cuatro columnas corintias sostienen la arquitrabe con ese bajorrelieve de pequeños dioses reformistas que se pasan la copa de champán. Toda la fachada está pintada con cal a causa de la peste, incluso los dos leones de la escalinata. El interior del balneario es un dédalo de pasillos con cascotes y óleos de próceres antiguos con telarañas boca abajo. En la escayola del techo se ven huecos con un amasijo de cañas y paja de arroz, lienzos de mármoles estallados por la bronca en estado de derribo. A través de las ventanas desvencijadas entran y salen murciélagos quebrados y se proyecta esa clase de luz nocturna evanescente que hace flotar alguna escena patriótica en los tapices.Hay un pabellón de bañeras con la tubería de plomo arrancada y el espacio de los salones está dividido por la comba de los cables eléctricos. En el balneario derruido ha permanecido en pie la pérgola con un hemiciclo de escaños raídos circundado por unas sutiles y labradas columnitas que aguantan una orla de balconcillos bajo el cielo estrellado como una pizarra de vulvas erizadas, altos sexos en la noche de Madrid, ideas espermatozoides, signos algebraicos, óvulos, interrogantes geométricos de las constelaciones, lo único incorruptible como los juicios sintéticos a priori, como una esfera platónica que huele a perfume de requesón de Miraflores.
Este es el escenario lírico después de la batalla política. Por el ámbito de las ruinas, a esta hora de la noche, se oye la musiquilla ratonera del pasodoble Suspiros de España. Entre los escombros partidos por la raya de la luna un caballero investido con luenga capa vaga con los brazos extendidos en plan sonámbulo sobre su victoria pírrica. Allí están los adversarios vencidos por un truquito del reglamento, paralizados en la postura en que los cogió el derrumbamiento, como en un museo de cera. Unos tienen el puño crispado todavía sobre el pupitre, el golpe del zapato detenido contra la tarima, a otros se les ve la boca abierta del abucheo que ya ha cristalizado. El resto es un conjunto de ecos entrecruzados con el pasodoble Suspiros de España, rumores de un discurso lleno de tópicos acerca de la salvación, voces de protesta con ese anhelo tan bonito de que la cosa conste en acta, el silbo herido de un santo de marfil que desde la presidencia de la mesa engarza con sutilezas el reglamento a modo de concierto de ruiseñor. El jardín interior del balneario derruido está lleno de gusanos de luz, perforado por los primeros grillos de la primavera.
El caballero investido se pasea por el pabellón y de pronto ha decidido darse un baño de espuma en una gran bañera de una bella época. Así está ahora el caballero con el ropaje de la investidura colgado en una percha cercana tatareando una cancioncilla mientras se frota los músculos con una manopla de esparto. Entre los cascotes aparecen algunas ratoneras disparadas. El caballero piensa en aquel tiempo feliz del consenso cuando los líderes recostados en el triclinio se pasaban el racimo de uva y toda la felicidad parlamentaria era asequible a través de un guiño, media sonrisa mágica o un gesto de complicidad, mientras la cofradía de pescadores preparaba la almadraba para enredar pequeños atunes en estado de merecer. Ahora el derecho al pataleo ha derrumbado el balneario donde antiguamente los diputados paseaban con pijama de húsar y se cedían el paso con delicadeza.
El caballero investido está relajado dentro de la bañera con la cabeza fuera de la espuma. Saltando entre las ruinas se acerca un cazador de perdices a. la sala de baños. El candidato investido lo ha reconocido. en seguida. Alarga el brazo reluciente y le da la mano húmeda.
-Mister d'Hont, supongo.
Y los dos sonríen.
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