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Carta a un abertzale: la moral

Si es usted, como yo, persona ya metida en años, acaso hayamos estado juntos en el frontón Euskal-Jai, de Pamplona, o en el Urumea, de San Sebastián, para admirar el remonte de Irigoyen, y luego, el de Abrego; y si su edad le da por un lado la gracia de ser joven y le quita por otro el gusto de recordar el juego de esos dos colosos, acaso nos hayamos cruzado en alguna calle de Bilbao, Durango o Azcoitia, o hayamos seguido con tensa mirada concurrente el esfuerzo final de los remeros de Orio. Con todo lo cual quiero decirle que no nos conocemos y que amo de veras la cautivadora realidad de su país: el paisaje, sea mar batiente o valle idílico; los juegos y deportes, las canciones, sobre todo esas que inyectan melancolía, y hasta la lengua, aunque en ella no pase de la letra del Guernikako y de la etimología de unos cuantos apellidos. Pocos títulos, sin duda, para que ante mí deponga usted sin más el inmediato erizamiento que, por lo que leo, acaso le produzcamos todos cuantos nos sentimos, queremos ser y no queremos dejar de llamarnos españoles; españoles desde el Bidasoa hasta Tarifa.Después de lo dicho, ¿me seguirá leyendo, si es que esta carta llega a sus manos? Por mi parte, procederé «como si», según la regla ascética de su paisano el de Loyola, y someteré a su consideración dos series de reflexiones, una de carácter moral, la de esta carta, y la de orden histórico que luego vendrá.

Carácter moral va a tener, muy en primer término, mi meditación acerca de la sangre que desde hace meses está corriendo sobre el suelo de, Euskadi, fuese García, González o Pérez, o fuese Argala, Echevarría o Zubiaurre, ya me entiende, el nombre de la persona a quien esa sangre perteneciera. Carácter moral, orientado en su factual concreción por dos profundas y cada vez más arraigadas convicciones: ser yo enemigo total de la pena de muerte y pensar que sólo en la legítima defensa y en la guerra justa -dos conceptos tan estrechamente relacionados entre sí- puede tener justificación la violencia homicida. ¿Necesitaré decirle, pues, que la noticia de cualquier muerte a mano armada estremece los nervios de mi alma, sea vasco o extremeño el dedo que apretó el gatillo matador, y que en esas dos convicciones tiene su más importante pábulo moral el íntimo estremecimiento de que le hablo?

Con la máxima lealtad, al margen, por tanto, de cualquier exaltación españolista, trataré de exponerle mi visión de los hechos. Si me equivoco, dígamelo. Disparada por manos jóvenes, una ráfaga de metralleta acaba con la vida del guardia civil X, o del policía armado Y; y, como consecuencia, en buena parte de la población abertzale, más intenso en unas almas, menos intenso en otras, un movimiento de solidaridad y simpatía se produce. ¿Por qué? Por obra de un estado de ánimo susceptible de reducción al discurso siguiente: «El hombre que ha muerto era miembro de las Fuerzas Armadas con que el Estado español ocupa mi país y sojuzga sus libertades; por tanto, alguien que respecto de Euskadi hace lo mismo que respecto de España hizo en 1808 cualquier soldado de Napoleón. Si los madrileños han dado el nombre de Malasaña a una de las calles de su ciudad, ¿con qué derecho pueden declarar condenable mi simpatía por unos mozos que no han hecho sino repetir en Euskadi lo que los Malasaña hicieron en Madrid?» A lo cual -sin negar el derecho de usted a sentirse y declararse no español, aunque tal sentimiento y tal declaración tanto me duelan- yo trataré de responder en dos terrenos: uno moral y otro histórico. Me limitaré hoy al primero.

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¿Ha visto o leído usted el drama Los justos, de Albert Camus? Su argumento es el problema moral que planteó el terrorismo nihilista, allá en la Rusia de comienzos de siglo. Dos tesis se contraponen entre los miembros del grupo terrorista de Los justos: la del idealista Kaliayev («He entrado en la revolución porque amo la vida») y la del duro Stepan («Yo no amo la vida, sino la justicia»). Consideremos sólo la actitud más noble y simpática, la de Kaliayev. Por supuesto, Kaliayev piensa que el atentado terrorista puede ser lícito; de otro modo no estaría donde está, ni haría lo que hace. Pero esa licitud exige ante sus ojos el estricto cumplimiento de varias condiciones: 1.ª El orden social y político contra el que opera la rebelión debe ser objetiva y gravemente injusto. 2.ª La represión policial del poder constituido tiene que impedir por completo a los nihilistas el ejercicio de la libertad política y la proclamación de la justicia social que ellos postulan. 3.ª El atentado debe recaer precisamente sobre uno de los responsables directos de esa represión; frente a la opinión de Stepan, Kaliayev desiste de lanzar su primera bomba contra el gran duque, porque en el coche de éste viajan también dos niños, sobrinos suyos. A propósito del tiranicidio, no sería imposible establecer un fino nexo entre el sentir de Kallayev y el del P. Mariana. 4.ª El terrorista compra con su propia vida el derecho a quitar la suya al tirano o a quien con éste tiranice. «Morir por una idea es la única manera de estar a la altura de esa idea; es la justificación», dice en una ocasión Kallayev. Y Dora, su enarnorada y seguidorale responde en otra: «Estamos obligados a matar. Sacrificamos deliberadamente una vida, una sola vida... Pero ir hacía el atentado y después hacia el patíbulo es dar dos veces la vida. Pagamos más de lo que debemos.»

Si la lealtad en la convivencia consiste ante todo en entender al otro según lo que él siente que es y quiere ser, generosamente leal fue Albert Camus con los protagonistas de Los justos. Camus no acaba de justificar a Kaliayev, pero le comprende, a incluso le ama. Piensa que frente a la injusticia. social no es suficiente, la simple denuncia («He comprendido que no basta con denunciar la injusticia», hace decir a otro de sus personajes), y se defendió sin pelos en la pluma contra quienes le reprocharon haber aceptado la inacción en la pugna contra aquélla; pero ni aun poniéndose con viva simpatía de autor y de hombre al lado de Kaliayev parece admitir Camus la licitud del homicidio terrorista. Con lealtad ante ustedes semejante a la suya ante, Kaliayev y Dora, permítame hacer un breve análisis moral del actual terrorismo vasco.

Sabiendo muy bien que la estructura de la vida instintiva del hombre es compleja -qué abismos de nuestra alma entran en juego, cuando la hacen vibrar la sangre y la muerte-, de buen grado quiero admitir el carácter idealista de los grupos terroristas de Euskadi y de los abertzales que con ellos simpatizan. «Matamos para edificar un mundo en que nadie mate. Aceptamos ser criminales para que la tierra se cubra. de, inocentes», dice a Dora el Kalia, ev de Losjustos. Pues bien, y yo doy por cierto que, pensando en su utopía de un Euskadi libre, fraterno y feliz, con esas palabras se hubiesen sentido solidarios TxIki, Pertur y Argala. Más aún: considero enteramente lícito soñar el paraíso de un Euskadi independiente y propagar con toda libertad la fe y la esperanza en ese ideal. Todavía más: aunque el hacerlo hiriera muy dolorosamente fibras muy íntimas de mi alma de español, te rminaría acatando la segregación de Euskadi, si el curso de nuestra historia común inevitablemente la impusiera. Pero la indudable licitud de ese ideal y, sumado a ella, el recuerdo de las vejaciones que los vascos hayan sufrido entre 1936 y 1975, ¿pueden justificar moralmente la ejecución alevosa de cuantos dentro de Euskal-Herría van siendo ejecutados? Desde su romántica moral de nihilista, Kaliayev respondería: «De ningún modo. El orden político y social contra el que ustedes se sublevan no es óptimo, sin duda, pero dista mucho de ser pésimo. La libertad de expresión y de propaganda no les es negada a ustedes, y tampoco la posibilidad de una representación parlamentaria. Ustedes, por otra parte, matan no pocas veces indiscriminadamente... No; según el código moral de los nihilistas, tal como yo lo entiendo, ni su ideal de independencia, ni la humillación que durante decenios han sufrido dos provincias de su solar nativo pueden justificar su apelación al homicidio indiscriminado, y de ordinario impune, como parte esencial de su empresa política.» Y si el nihilista Kaliayev diría esto, ¿qué no diremos todos cuantos odiamos sin reservas la pena de muerte, y sólo como recurso de una defensa legítima podemos aceptar la violencia homicida; todos, en suma, los que moral.mente nos hallamos más cercade Gandhi que de Ravaillac?

No, no: el fin no justifica y no puede justificar los medios; ni el fin del Estado, cualquiera que éste sea, ni el de quienes contra él se rebelan. Y aunque no sean pocos entre ustedes los que se obstinan en actuar como si creyesen lo contrario, yo no quiero, no puedo resignarme a la existencia de una patria en la cual sean irreductiblemente hostiles y excluyentes entre sí los términos «español» y abertzale.

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