Madrid sólo se autoabastece de agua y bebidas refrescantes
Las cantidades expresadas en este cuadro son, en la mayoría de los casos, aproximativas al total del consumo producido en Madrid y su provincia durante el año 1978, ya que muchos de ellos llegan a Madrid a través de canales de comercialización no oficiales y, por tanto, incontrolables. En ocasiones, esta comercialización no registrada supone hasta un 30% del total de la venta del producto en Madrid, especialmente en frutas, verduras y hortalizas de temporada.A la vista del cuadro destacan varias cosas, como, por ejemplo, que el consumo de leche y vino es prácticamente igual, seguidos muy de cerca por la cerveza y las bebidas refrescantes. Otro dato a tener en cuenta es que el consumo de tabaco rubio en la provincia es muy elevado en relación con el negro. Prácticamente, uno de cada tres madrileños fuma tabaco rubio, habitualmente mucho más caro. Las marcas favoritas de los madrileños, de una y otra modalidad, son el Ducados y el Fortuna.
El consumo de fármacos puede considerarse elevado. Casi el 70 % del total lo compra la Seguridad Social, y entre los productos más vendidos figuran los analgésicos y antigripales, seguidos de preparados para las molestias del estómago.
La principal zona abastecedora de Madrid está formada por las provincias que integran Castilla-La Mancha y Castilla-León. Los madrileños dependen de estas regiones para el consumo de verduras, patatas, carne, harina, vino y electricidad, de forma prioritaria.
El cuadro se ha hecho en base, fundamentalmente, a productos de primera necesidad, además de la energía y dos aspectos interesantes que marcan a la provincia por su alto consumo: el tabaco y los fármacos.
Nada define mejor las inclinaciones de una gran ciudad que los artículos consumidos preferentemente por los ciudadanos. Hay un madrileño comedor, fumador, bebedor y paciente, cuya vida responde con toda precisión a su dieta.
A las seis de la mañana, cuando suenan los primeros despertadores en las barriadas-dormitorio, unas columnillas de humo fétido comienzan a elevarse sobre las chimeneas; los semáforos en ámbar recobran los colores de ordenador, cantan los gallos sintéticos que los niños habían comprado el año anterior, teñidos de verde o de rojo, a la puerta de los mercados, en las aceras más concurridas, o bien el domingo en el Rastro; cantan las válvulas, los quincalleros y los repartidores. A primera hora, los géiseres de fuel comienzan a envenenar a los pájaros de anilina, a los niños, a la portera y a los fígaros after-shave: simultáneamente, Madrid empieza a respirar y a consumir.
Ciudad lactante
En contra de algunas revelaciones estadísticas, cada mañana Madrid es una ciudad lactante. El madrileño medio disimula doscientos centímetros cúbicos diarios de leche en las pastas edulcoradas con sacarina, en las roscas que acaban de llegar de la cadena de montaje o en el biberón esterilizado al baño María. Las primeras calorías que se administra el ciudadano medio proceden de vacas abulenses, segovianas, toledanas, palentinas, burgalesas, salmantinas, cacereñas, asturianas, santanderinas y leonesas, de un país lactoso que rodea el centro según un triple cinturón de abastecimiento, con la excepción de un modesto 5% que producen las vacas locales, seguramente en algunos valles incólumes al lejano noreste de la provincia.Camino de las fábricas de los polígonos industriales y de las grandes oficinas, el ciudadano participa en la que probablemente acabará llamándose la hora del ayatollah, una larga marcha que se dedica a las repúblicas islámicas y a los carburadores, mientras el automóvil avanza a la velocidad aproximada de quince kilómetros por hora. Se consumen en ella la parte correspondiente de los mil millones de litros de gasolina y del sistema nervioso de los conductores. Unicamente unos pocos, los psiquiatras, pueden celebrar la hegemonía del hollín y la adrenalina un poco después, encargando un anuncio algo mayor que el actual en las páginas amarillas.
Ciudad fumante
Al fin, el ciudadano medio llega a su oficina; antes de ordenar los impresos por colores, tamaños y categorías, tonifica un poco sus manos ante los radiadores. En el subsuelo del edificio los quemadores volatilizan una fracción de los 1.200 millones de litros de gasóleo o quizá de los quinientos millones de litros de fuel que la ciudad consume por temporada; en la cocina de su casa, salta la llave de paso de una de las quince millones de botellas de butano que distribuye por año la compañía. Obedeciendo un impulso telepático, la madrileña media pulsa el botón del encendedor de horno en el mismo instante en que su marido enciende su primer cigarrillo.El tabaco es la única intimidad posible en cualquier lugar y a cualquier hora; el ciudadano medio aún no ha tenido la valentía de reconocerlo, pero ama secretamente el suave tacto de la cajetilla y, sobre todo, las sensuales prestaciones del pitillo. Podría decirse que su predilección por el tabaco empieza en el envoltorio: a veces se sorprende encajando de todas las formas posibles el paquete en el cuenco de la mano; a veces admira su capacidad para dirigir el humo a donde le place, o bien la de retenerlo a discreción; a veces se confiesa que el respirar humo es la última voluntad del ciudadano medio.
En todo caso sabe, que ha de asumir su condición de hombre destinado a profesar la erótica de la Tabacalera y de las multinacionales que cultivan plantas aromáticas al sur de los estados de la Unión. En cuanto a la exactitud de sus tics de prestidigitador no tiene por qué preocuparse: cada año, él y sus convecinos suelen practicar con 10.000 millones de cigarros, tres de negro por cada uno de rubio, y excepcionalmente con puros habanos, en coincidencia con la aparición del líder político favorito en pantalla o con las victorias del Atlético y del Rayo. Cada año, Madrid invierte más de 13.000 millones de pesetas en bocanadas en manipulaciones, en mecheros y en pipas; hay en la superficie un componente incendiario y una Cibeles desnuda en el subconsciente colectivo de la ciudad.
Ciudad alcohólica, ciudad comensal
A la hora del aperitivo, el ciudadano acostumbra a buscar diez minutos para evadirse a un bar. Allí deposita la cajetilla sobre la barra y pide un vaso de cerveza o de vino, según la marcha de la reunión: la cantidad es a menudo directamente proporcional a su malhumor; en las mañanas broncas recurre al brandy; en las mañanas turbias, al vermú, y en las mañanas fláccidas, al aperitivo amargo a base de finas hierbas, pero jamás desaprovecha una oportunidad de castigarse duramente el hígado. Se lo castiga a razón de medio litro por día, y luego lo consuela diciendo en voz baja: «Si no pasa nada, ¿no ves que el alcohol es vasodilatador?» Como si la llamada célula hepática fuese una destilería, Madrid se alcoholiza unos quinientos millones de litros por año, sin contar el whisky, el vodka ni el champán.El ciudadano vuelve a la oficina a la hora aproximada en que su mujer regresa con la cesta de la compra. Hoy, su mujer ha adquirido ingredientes para un menú astutamente pensado: primer plato de verduras para cumplir el régimen de adelgazamiento personal, y segundo plato de carne fuertemente guarnecida para burlarlo; también naranjas, un postre dulce matizado con coagulante, y refrescos artificiales. Algún día, cuando los antropólogos del futuro estudien las claves de supervivencia del madrileño-2000, tendrán que analizar algún fósil de cesta: descubrirán que en las ollas había algo más de vaca que de carnero, algo más de carnero que de cabrito y algo menos de cabrito que de ternera. Y dirán: «Comían cada año casi cuarenta millones de kilos de carne, cien millones de kilos de pescado fresco, cien millones de kilos de naranjas, setenta millones de kilos de tomates y una cantidad incalculable de pescado en momia y de productos químicos cuya única credencial era el sabor. Importaban proteínas de Galicia, de Asturias de Santander y de Extremadura; hidratos de carbono y grados aIcohólicos de la Mancha, y fruta del País Valenciano. Sólo estaban preparados para abastecerse de agua y, por tanto, de bebidas refrescantes enmascaradas en esencia de naranja, pera, piña e incluso de pistacho, especie de frutilla tropical verde y aromática ... » Hoy, a la una y cuarto, ese ciudadano estudia el calendario de Liga, terriblemente alterado por la huelga de futbolistas, y su mujer, una receta de cocina recortada de un libro escrito por un promotor de ventas de una empresa especializada en cubitos de caldo; ella acaba de conseguir la valiosa obra canjeando en el supermercado trescientos envoltorios del delicioso amasijo de tuétano, sal y sustancias indeterminadas, y él ha ganado el incomparable cuadernillo jugando a los chinos. A esta hora, ambos son felices, muy felices.
Ciudad paciente
No obstante, la vida se endurece más tarde. Después de los sellos-tampón, los menús y los timbres móviles, el ciudadano medio se siente cansado: tiene una pertinaz sequía en la garganta, un voraz incendio en el estómago y un criminal atentado en el metabolismo. Padece principios de una gripe provocada sucesivamente por la calefacción los acondicionadores de aire, principios de una úlcera provocada por la bioquímica, y principios de una alteración psíquica provocada por los atascos, las discusiones con el jefe y las hormonas femeninas del pollo que suele cenar lunes, miércoles y viernes.Al final de la jornada, vuelve a casa apresuradamente. O más bien se repliega, simplemente huye.
Y no hay que preocuparse demasiado por él. En previsión de situacionescomo ésta decidió hace mucho tiempo proveerse de bebedizos, inyectables y ungüentos: está preparado para curarse de todo. En el cajón superior de su mesilla de noche, cada ciudadano medio dispone de cantidades discretas de los analgésicos más vendidos: Aspirina, Optalidón, Frenadol, Cibalgina, Dolo-tenderil, Nolotil, el vasodilatador periférico Hidergina, los antibióticos Britapen y Omnamicina, el antitusígeno Bisolvón compósitum y, ocasionalmente, setenta cápsulas del anticanceroso Extracit, una panacea de 18.000 pesetas que habían recetado al abuelito, que en paz descanse. Si es necesario beberá, se inyectará o se aplicará. Pero antes habrá de sentarse, más indefenso que nunca, ante el televisor, ante los platos dictados por el recetario y ante las arritmias cardiacas.
Sobrevivirá a pesar de todo. Antes de echarse a dormir tomará sal de fruta en vez de champán, y se consolará pensando, algo tristemente, que más vale un pollo hormonal que una noche junto a la señora Roper, y descansará en paz
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.