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Tribuna:Las cárceles, un año después/ Y 2
Tribuna
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El orden carcelario

En unas declaraciones, el 11 de febrero de 1979, Carlos García Valdés reconocía que él era consciente de que su cargo tenía una función represiva. Esto, evidentemente, es muy cierto, pero tan cierto como que cuando él fue llamado para ese cargo no lo fue en consideración a sus dotes de represor, antes al contrario, pareció a todo el mundo como la persona mejor preparada precisamente para limpiar el sistema penitenciario de sus excesos represivos, que entonces más que nunca se habían hecho evidentes. Se pensó en él como el único que en aquel momento tenía suficientes conocimientos técnicos y visión objetiva del problema como para reconducir la cuestión penitenciaria a sus límites, tanto desde el punto de vista de los fines rehabilitadores de la pena como des e el del respeto absoluto de todo los derechos de los detenidos y presos. Para reprimir no habría sido necesario llamar a García Valdés.Del difícil equilibrio, puede que imposible en aquellas circunstancias, entre disciplina de los reclusos y su progresiva in corporación a un nuevo régimen prisional en el que pudieran ejercitar absolutamente todos y cada uno de sus derechos ciudadanos excepto la libertad de movimientos, se hizo depender la gestión que iniciaba el nuevo director general. Su actitud fue de máximo diálogo con los presos, a los que visitó por las diferentes cárceles. Casi todos los sectores sociales y profesionales habían recibido su nombramiento con alegría, aunque muy pocos le auguraban éxito en la misión. El valor y el sacrificio que supuso por su parte el aceptarla son hoy sus principales méritos. García Valdés empezó marcándose un compás de espera para conocer la situación y pidió a los presos un margen de confianza. No pudo disfrutar de lo uno ni de lo otro. Aunque la población reclusa en general había acogido su nombramiento con esperanza, la situación arrastraba meses, años de tensión y violencia, que él no supo calibrar.

Los altercados y el desorden en las cárceles« prosiguieron y prosiguen. Desde el 19 de abril de 1978, en que se produce el primer motín en la prisión de Granada, hasta el de Barcelona el 2 de febrero de 1979 y los incidentes de Carabanchel el 19 del mismo mes, los motines han continuado produciéndose, si bien con menos virulencia que antes. En realidad, hay que empezar a explicar que se ha abusado no poco de la palabra motín; como también se ha abusado del término reforma; y se ha abusado de las siglas Copel tanto para reivindicar como a la hora de implicar. Si antes había una absoluta falta de información sobre lo que pasaba en las cárceles, luego se ha producido una presentación del problema demasiado esquematizada, obsesionada con la preocupación de encontrar categorías en todo, empezando por los mismos presos. Viene bien referir aquí la anécdota, impresionante, de aquel preso que contaba lo siguiente: «Cuando alguien en la cárcel quiere eliminarte, es posible que prenda fuego a tu colchón mientras duermes. Si mueres, dirán que es un suicidio. Si, por el contrario, te das cuenta y sales corriendo dando gritos, dirán que es un motín. En cualquiera de los dos casos, dirán que eras de la Copel.»

De todos modos, lo cierto es que la violencia de los presos, incluso entre ellos mismos, ha seguido siendo una constante. Es un factor, pues, con el que hay que contar en la actual situación. Desde una actitud meramente reformista como la proclamada desde la Dirección General, parece más coherente y más práctico interpretar esas posturas violentas como un síntoma y no como una causa. No ha sido así, y se ha terminado impulsando una política disciplinaria, aislada de otras medidas en profundidad.

Premios y castigos

En estos meses se ha dado un neto relieve a la concesión de permisos de salida a los presos, con un notable éxito en su funcionamiento en el sentido de que ha sido escaso el porcentaje de beneficiarios que no ha regresado. También se ha extendido la concesión de comunicaciones vis-a-vis con los familiares, muy codiciadas por los reclusos. Como es lógico, tanto los permisos como las comunicaciones especiales juegan en la práctica un papel de premios a la buena conducta, contemplada ésta, desde luego, con una óptica reglamentista, como no podía ser de otra manera. Aquí radica su principal defecto, por prestarse al favoritismo y fomentar la insolidaridad entre los presos; a largo plazo, una política de recompensas puede instalarse subrepticiamente con efectos desastrosos para la convivencia entre los internos. Tanto los permisos como las visitas íntimas fueron implantados por un real decreto de 29 de julio de 1977, que resultó duramente criticado por el profesor García Valdés desde estas mismas páginas y por las razones expuestas. La sección del reglamento de prisiones donde se recogieron esas figuras lleva el titulo de Méritos y recompensas.

Si aquella reforma de 29 de julio de 1977, introducida por el entonces director general José Moreno Moreno, mereció la crítica de García Valdés y de mucha gente -entre ella, los firmantes de este artículo- fue también por otras causas, entre las que destacaba el haberse introducido en el reglamento la posibilidad de trasladar presos preventivos a prisiones distintas del centro de detención correspondiente a su juez natural. En este punto la política del nuevo director general ha dado un giro total: empezó devolviendo progresivamente los confinados de El Dueso a sus cárceles de origen, para luego crear departamentos celulares en una serie de prisiones adonde ha ido trasladando los presos comunes más conflictivos, y terminar disponiendo dos cárceles especiales en Zamora y Soria, adonde trasladó los presos acusados de terrorismo.

A pesar de la reforma del reglamento citada, lo cierto es que los traslados de presos preventivos son de dudosa legalidad con arreglo a las normas que regulan el proceso penal.

El traslado de un detenido a una cárcel lejana es de un efecto demoledor, para él, para su familia y para su eventual defensa. Si se quiere comprender esto, es necesario saber cuál es la vida del ,preso y conocer que todo preso piensa, siente, sueña, razona y actúa en el exterior. Comprobar este dato es la crítica más aplastante que existe a cualquier sistema penitenciario que se base en la aceptación por el interno del hecho carcelario, porque los presos no aceptan su encierro nunca. El preso vive pendiente de las noticias que recibe de fuera, de lo que su familia, o su abogado cuando lo tiene, le cuentan de la marcha de lo suyo; pendiente de lo que debió hacer o dejar de hacer; pendiente de lo que hará cuando salga en libertad. Y si un día es sentenciado, su condena no le hará cambiar su actitud de tensión constante proyectada hacia el exterior, donde él continúa siguiendo su itinerario vital autónomo. Para ello, le es imprescindible el contacto directo con la novia, la madre, el amigo o el abogado. Un traslado al celular de El Puerto termina de un hachazo con todo esto. Si además está pendiente de una libertad provisional o de cuándo le va a salir el juicio, el golpe es tremendo. A partir de su traslado, ya no recibirá la visita regular que le mantiene informado, sólo una carta esporádica, siempre insuficiente. Las notificaciones judiciales tardarán aún más -si alguna vez llegan- y el procedimiento se eternizará. El traslado no es un simple cambio de destino, tiene mucho de deportación. Hay que poner seriamente en duda que pueda ser compatible con los preceptos constitucionales que amparan los derechos individuales de todo ciudadano sometido a un proceso.

En el período en que se mantuvo el diálogo entre los presos y la Administración, existió también un propósito por parte de ésta, que nunca llegó a concretarse, de comprometer en la reforma proyectada a toda la sociedad, a través de los partidos, las asociaciones y cuantas entidades pudieran colaborar. La idea no cuajó y parece cada día más inviable en medio de la creciente obsesión colectiva por el aumento de la delincuencia y la campaña exigiendo más autoridad y más cárcel, hasta el punto de reprochar a los jueces que concedan libertades provisionales. Hoy, cuando se pide más castigo, es decir, más sufrimiento y más temor, hablar de la situación en las cárceles es realmente inoportuno. El problema es cada día más una cuestión de marginados. Los partidos políticos se cuidan muy mucho de alterar su imagen con semejante asunto. Las asociaciones de vecinos, que podían ser especialmente sensibles al caso de la delincuencia juvenil, tienen otros problemas más urgentes, o al menos más perfilados. Los colegios de abogados siguen en su inmovilismo corporativo, aplicándole al tema el tratamiento del turno de oficio.

Por lo que hace a la ayuda del ex recluso, el panorama es desolador: algún instituto benéfico en Barcelona lleno de buenas intenciones, algún patronato en Madrid lleno de nada. A nivel de prevención existe en el Ministerio de Justicia un fantasmal Gabinete de Estudios para la Prevención del Delito; una orden de 7 de febrero de 1979 redujo los negociados del Gabinete le cuatro a dos, que se estiman suficientes «para el desarrollo de las actividades instrumentales precisas para su función de estudio». De sobra.

El control judicial

En la encuesta realizada entre los presos de Carabanchel que publicó EL PAIS el 21 de enero de 1978, cerca de un 50% de los encuestados llevaban más de seis meses a la espera de juicio y más de un 20% hablan superado los dos años en esa situación. Del total de los interrogados, un 77% no habían visto nunca al juez instructor.

Resulta sencillamente escandaloso que una persona haya de permanecer en prisión meses o incluso años esperando a que se la juzgue, por muy complejos que sean los hechos cometidos. Cuando esa espera ha de soportarse en medio de las condiciones que ofrecen la mayoría de nuestras cárceles, el escándalo asciende a la categoría de tragedia. Si se piensa que, además, la mayoría de los presos preventivos no suelen estar en condiciones de procurarse una asistencia jurídica deseable, se comprenderá un poco mejor que en muchos casos puedan abandonarse a la desesperación. La Constitución y el establecimiento del derecho de defensa desde el inicio del proceso no han mejorado la situación, por diversas razones (falta de información, diligencia de renuncia, restricciones al papel del abogado, inoperancia del turno de oficio durante el sumario) que pueden resumirse en una sola: predominio del sistema inquisitivo en la justicia penal, a pesar de todas las reformas habidas.

Viene bien recordar aquí cómo nuestro primer Código Penal (1822) consideraba que había un delito de detención arbitraria cuando el juez «no hace las visitas de cárcel prescritas por las leyes, o no visita iodos los presos, o cuando, sabiéndolo, tolera que el alcaide los tenga privados de comunicación sin orden judicial, o en calabozos subterráneos o malsanos». Ya se supondrá que hoy no existe un precepto tan rotundo. En el tema de las garantías del detenido, los pobres liberales dieron un ejemplo más de ingenuidad.

Todo este problema de las limitaciones funcionales que sufren los jueces y que desplazan el peso de las tareas judiciales hacia el personal administrativo, es un hecho de la mayor gravedad, aunque su examen excede de estas líneas. Por el momento constatemos cómo esa rémora de la justicia, que provoca el descontento y las protestas de todo el personal que trabaja en los tribunales, crea el mayor descontrol y en definitiva contribuye muy poco a inculcar en los detenidos o procesados el respeto por los preceptos legales. Nunca se ponderará lo suficiente la incidencia de la situación procesal de los presos en los conflictos de las cárceles, ni se comprenderá su desconfianza ante cualquier medida sin considerar el cúmulo de irregularidades que han visto desde el momento de su detención hasta el último día de cárcel.

La reforma intentada quiere ser sólo una reforma administrativa, que se ve desbordada por la incidencia de problemas que no ha sabido o no ha podido tener en cuenta.

Si nos preguntamos, además, quién es el preso que está en nuestras cárceles, muy pocos datos se pueden aportar cod arreglo a los informes oficiales publicados. Sabemos, por ejemplo, que la mayoría de los presos han cometido delitos contra la propiedad, que su media de edades muy joven y que casi todos vienen de familias pertenecientes a la clase trabajadora (aunque este dato se conoce más bien por su propia notoriedad y no porque se hayan publicado nunca estudios oficiales sobre el origen social de la población penal). Fuera de ahí poco más sabemos. La memoria anual publicada -con notable retraso- por la Dirección General de Prisiones contiene sólo datos importantes sobre cifras totales de población reclusa y su división con arreglo al tipo de delito. Junto a ellos trae una larga serie de informaciones inútiles, que van de la majadería (número de presos que se dedican a labores de cestería; centros donde se juega al fútbol o al balonmano) al surrealismo (conversiones al catolicismo en 1977). Nada sobre la procedencia de los presos, su situación procesal, la profesión de los padres, el medio rural o urbano el que vienen, su origen por barrios en las grandes ciudades, su nivel cultural, sus perspectivas

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