Sansueña juega, ojalá (a la cultura)
Francisco Fernández- Santos se ha referido amablemente a mí en su buen artículo Sansueña bosteza, publicado en EL PAÍS del día 4, corregido y aumentado un par de días después, a propósito de mi convicción según la cual, tal como están las cosas, lo mejor es que «cada cual atienda a su juego», los profesionales de la política al «juego de la política», y nosotros, los intelectualmente vocados, a «jugar a la cultura». Pero no entiendo muy bien el implícito reproche que mi antiguo amigo -más de París que de Madrid, donde, por desgracia para mí, nos hemos visto muy poco- parece hacerme.La verdad es que yo, desde que empecé mi colaboración regular en EL PAÍS (la de La Vanguardia había comenzado mucho antes), coincidiendo con el acceso a la Presidencia del Gobierno de Adolfo Suárez, no he hecho sino ocuparme de política, aun cuando, por supuesto, sin entrar en su «juego», porque no me va ese juego de la competición para ganar la apuesta que en él se disputa, el Poder. Yo creo que los intelectuales tenemos poco que hacer en tal contienda, y la suerte de Tierno que, en el mejor de los casos, llegará (con mi voto), tranquilizante, suasorio y bien guardados los problemas en el bolsillo,a alcalde, es buena manera de escarmentar en cabeza ajena. Votada la Constitución en el referéndum, tras esa «misión c*umplida» y previsto ya lo que iba a ser la lamentable campaña electoral, di por clausurada con esa etapa también la mía propia, y de ahí que el primer artículo de la nueva serie se titulara, precisamente Hablemos de otra cosa. Naturalmente que, pese a ello, y aunque menos expresamente, continuaré hablando de «lo mismo». Pero, evidentemente, hemos sido muchos -aunque a casi nadie le interese ahora subrayar el hecho-, nada menos que casi una tercera parte de los electores, quienes, sin ser pasotas ni casi ácratas, nos hemos abstenido de votar ninguna candidatura cerrada -en mi caso, sin embargo, cumpliendo el acto ritual de votar- con el fin de decir a todos los partidos que, ni siquiera como estrechamente político, podemosaprobar su juego de puro asalto -sin razón, sin ideas que, en el supuesto de que se tengan, cuidadosamente se silencian- al Poder. Por lo cual nuestra oposición, qué remedio nos queda, no puede ser sino cultural. Por lo demás, todo indica ahora que vamos a un Gobierno de centro-derecha que, como tal, será impermeable a la cultura y del que lo más que podemos esperar -y no sería poco- es que, infundiendo confianza a la inversión, alivie el paro. En las circunstancias actuales, lo peor que le podía ocurrir al PSOE -aunque eso le gustase a Carrillo, o por eso mismo- es que hubiera entrado en el Gobierno. Así pues, y como decían antes los padres a sus niños, hemos obrado «por su bien» y nuestras abstenciones podrán servir para que él, y con él los demás partidos de izquierda, empiecen a ocuparse de la transformación cultural del país, sin la cual no habrá transformacíóñ política real, tanto menos cuanto que la transformación económica profunda -la que no ocurra por la vía de la multiplicación del consumo, que a todos sorbe el seso o, como se dice ahora, come el coco- es algo a lo que, por ahora, todos han renunciado.
De todos modos yo soy un punto menos pesimista que Francisco Fernández-Santos. En primer lugar, porque, a mi juicio, los partidos son menos malos que la imagen que de sí mismos proyectan durante su campana electoral. Esta, al disputarse los partidos de izquierda todos y los mismos potenciales votos de izquierda, y los de centro-derecha todos y los mismos votos de derecha, les fuerza a que, como en el juego de prendas, oculten cada cual la suya, su idea, su diferencia, que es lo que importa, distingue y define. Toda campaña publicitaria -y la campaña electoral no es más que una campaña publicitaria más- se hace sobre la base de imágenes, eslóganes y, a lo sumo logotipos, lettering, musiquillas y símbolos visuales. Francisco Fernández- Santos está mal acostumbrado porque Francia es un país muy intelectualizado, en tanto que nosotros todavía no hemos salido -y ni Dios sabe cuándo saldremos- del desierto cultural del franquismo. A mí, aunque el lector no lo crea, y aun cuando no le conozca personalmente, me es simpático el presidente Suárez; pero ¿cree alguien que podría ser primer ministro de un Gobierno francés? ¿Y era Franco culturalmente comparable a De Gaulle? El mismo Fraga, ¿es tan primario, tan intelectualmente tosco como visceralmente se manifiesta ante su clientela? Y al probo y beato notario Blas Piñar, ¿quién -como no sea Ava Gardner- le habrá metido en esos líos neofascistas que tan mal le van? Bueno, pues esos son los indicadores reales del estado de la cultura en nuestro país.
Jugar a la cultura es, pues, lo mejor, por no decir lo único, que nosotros podemos hacer. Pero conviene ponerse de acuerdo sobre la significación que damos a la palabra «juego». El juego político es muy parecido al del bingo y los demás juegos de azar, a las quiníelas y a las carreras de caballos. Nuestro juego, el de la cultura, el de la vida, es, como ya vio Ortega, perfectamente serio, y los que hoy jugamos a él no esperamos nada, ni siquiera conquistar, pelagianamente, el premio de la vida eterna. Así, pues, pienso que, creativa o no, es la nuestra una actitud «éticamente valiosa» y, que, en la medida de nuestras escasas posibilidades, «llama al orden» a los profesionales de la política. No es mucho, pero es, de todos modos, algo. Hacer frente al Poder -también al de la Oposición- es nuestro cometido.
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