El Rey y el presidente del Congreso, en la formación de Gobierno
Profesor de Derecho Político de la Universidad ComplutenseNuestra Constitución prevé una formación parlamentaria del Gobierno, pero no ha excluido al Jefe del Estado de este proceso. A diferencia de las Constituciones de Japón o de Suecia,que attibuyen al Parlamento el poder de elegir al primer ministro sin una intervención previa del monarca, la nuestra dispone que «el Rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno». Se adopta así una regulación que recuerda mucho al artículo 63 de la ley Fundamental de Bonn, ya que, de acuerdo con dicho precepto, el jefe del Estado alemán propone el nombre del canciller que se someterá a la ínvestidura parlamentaria. Pero no cabe pasar por alto importantes diferencias entre ambas disposiciones. En primer lugar, nuestra Constitución establece la obligatoriedad de las consultas con los representantes de los partidos políticos. En segundo lugar, y esto es más significativo, el Rey de España necesita el refrendo del presidente del Congreso para la propuesta y nombramiento del primer ministro.
La intervención del Rey
Más allá de cualquier análisis comparativo, es preciso determinar cuál es la naturaleza de la intervención del Rey en la formación del Gobierno. Si sus actos en esta materia se inscriben en la función simbólica y moderadora que, de manera general, le atribuye el artículo 56, o, si por el contrario, entrañan un poder de decisión política verdaderamente determinante.
Las consultas con los dirigentes políticos integran la fase instructora del procedimiento de formación del Gobierno. Mediante las mismas, el Jefe del Estado debe ser informado debidamente sobre las fórmulas gubernamentales posibles. Es cierto que el Rey muchas veces podrá descubrir, por sí solo, a la vista de los resultados electorales, cual es la solución gubernamental que se impone. Pero las consultas no son superfluas, y lo que la Constitución quiere indicar al establecerlas es que la formación de la mayoría parlamentaria es una función encomendada mediatamente al electorado (principio de soberanía popular), pero inmediatamente a los partidos políticos que -en tanto que instrumentos para la manifestación de la voluntad popular y para la participación política (artículo 6)- tienen reconocida la competencia de interpretar los resultados electorales. Por tanto, el Jefe del Estado se encuentra con el proceso formativo de la mayoría y toma conocimiento de él por medio de las consultas, limítándose en este sentido, a una función notarial y neutra, sin que ello excluya ciertamente, la posibilidad de que estimule con sugerencias la formación de una mayoría cuando ésta aún no exista. En todo caso, lo que resulta claro es que la propuesta del candidato a presidente del Gobierno, sólo puede hacerse una vez formada la mayoría y en el marco de la misma. Pero esto lleva a ocuparnos de la segunda garantía: el refrendo por el presidente del Congreso. Ante todo, hay que destacar que nuestra Constitución regula esta cuestión con una técnica jurídica particularmente afinada. En efecto, desechando las clásicas soluciones de encomendar el refrendo del nombramiento del primer ministro bien a su antecesor en el cargo, bien al propio primer ministro entrante, fórmulas ambas muy insatisfactorias y criticadas por la doctrina, y en consonancia con el principio de formación parlamentaria del Gobierno, el artículo 64 atribuye el refrendo al presidente de la misma Cámara que ha de votar la investidura.
Depuración de garantías
El significado jurídico de este refrendo resulta esclarecido al contemplar como evolucionó el texto del artículo 64 a lo largo del debate constitucional. El anteproyecto de 5 de enero de 1978 exigía el refrendo para el nombramiento del presidente del Gobierno «a los solos efectos de autentificar el cumplimiento de los requisitos establecidos por la Constitución» para el ejercicio de esa potestad. Se hacía, de esta forma, una notória distinción entre el refrendo ministerial ordinario, de carácter responsabilista, y esto otro refrendo que sólo tendría una naturaleza certificante: dar fe de que el presidente nombrado por el Rey había sido investido conforme a los procedimientos constitucionales. Sin embargo, bien pronto esta regulación fue totalmente modificada. El informe de la ponencia de 17 de abril de 1978 acogió una enmienda de Socialistas de Catalunya que extendía la necesidad del refrendo a la propuesta del candidato a presidente del Gobierno. Más tarde, la Comisión Constitucional del Congreso aprobó, sin ningún voto en contra, una enmienda de adición de un párrafo segundo al artículo 64, en virtud del cual «de los actos del Rey son responsables las personas que los refrenden», borrándose, de este modo, toda diferencia de carácter entre el refrendo ministerial y el del presidente del Congreso. Este repaso de los antecedentes demuestra que los constituyentes fueron depurando su concepción sobre las garantías que debían rodear a los actos del Jefe del Estado en la formación del Gobierno, llegando finalmente a establecer con claridad una limitación material a su poder de proponer el candidato a presidente, mediante la intervención de otro órgano, el presidente del Congreso, que asume la responsabilidad de lo actuado. En consecuencia, éste no está obligado a refrendar y transmitir al Congreso cualquier propuesta de candidato formulada por el Rey. Dado que la responsabilidad implica poder de decisión, el presidente de la Cámara podrá negar su refrendo y en realidad deberá hacerlo si la propuesta del Rey no se inscribe en la mayoría parlamentaria que los partidos previamente han articulado o si, aun cumpliendo con esta condición, se refiere a un candidato inaceptable para el partido o partidos de la mayoría.
En consecuencia, una interpretación sistemática de la Constitución pone de manifiesto que la propuesta del candidato a presidente del Gobierno, que el artículo 99 confía al Rey, no encierra poder discrecional alguno que posibilite o justifique una extralimitación del ámbito simbólico y moderador en que ha de desenvolverse la acción del Jefe del Estado.
El Rey no es el responsable de solucionar las crisis de Gobierno; lo son los dirigentes de los grupos políticos con representación parlamentaria y el propio presidente del Congreso, y esta responsabilidad es perfectamente actualizable, ya que el propio artículo 99 prevee la sanción característica de la responsabilidad política: la pérdida del cargo. En efecto, el párrafo 5º de este precepto establece la disolución obligatoria de las Cortes Generales si transcurridos dos meses desdela primera votación de investidura ningúncandidato hubiera obtenido la confianza del Congreso. La sanción, lógicamente, no afecta al Jefe del Estado, ya que no le es imputable el fracaso en la solución de la crisis gubernamental. Por eso, quienes mantengan que el poder del Rey, al proponer presidente del Gobierno, tiene un carácter discrecional e ilimitado, y que el refrendo del presidente de la Cámara es sólo una formalidad vacía de contenido, deberán explicar el grave contrasentido que supone sancionar al Parlamento con una disolución que, conforme a la tesis que critico, sólo sería imputable al Jefe del Estado.
Una vez establecido el significado general del artículo 99, cabe abordar el problema de determinar el momento en que el Rey puede iniciar las consultas. El artículo citado sólo dice que lo hará «después de cada renovación del Congreso de los Diputados y en los demás supuestos constitucionales en que así proceda». Se trata realmente de situaciones muy diferentes, ya que si la crisis se abre -sea cual fuere su causa- cuando hay un Parlamento funcionando, parece indudable que las consultas pueden empezar acto seguido. Por el contrario, si el cese del Gobierno se debe a la celebración de elecciones generales, hay un período desde la fecha en que éstas tuvieron lugar hasta el momento en que se constituye el nuevo Congreso de los Diputados en que, por razón del interregno parlamentario, no parece claro que el Rey pueda dar inicio al procedimiento de formación del Gobierno.
Posibilidad de propuesta
Un análisis sistemático de la cuestión permite, a mi entender, identificar cuál es la norma de corrección constitucional en esta materia. En primer lugar hay que considerar que el sentido y la función de las consultas es posibilitar que el Rey, formule su propuesta de candidato con perspectivas realistas de que éste obtendrá la confianza del Congreso. Las propuestas que carecieran radicalmente de esas perspectivas son incompatibles con el papel moderador que la Constitución ha asignado al Rey, ya que, lejos de contribuir a la normalización política, aumentarían el riesgo de radicalizar la crisis y de hacer entrar en juego la sanción prevista en el artículo 99,5, es decir, la disolución. Para asegurar que la propuesta se produce en el sentido que institucionalmente tiene atribuido y para individualizar al responsable del acto, la Constitución exige el refrendo del presidente del Congreso. Ahora bien, éste no puede cumplir su misión de garantía constitucional si no está puntual y continuamente informado del desarrollo de las consultas, lo que resulta contradictorio con la idea de que éstas comiencen con anterioridad a la elección del presidente de la Cámara.
En segundo lugar, hay que analizar este problema a la vista del artículo 56, que elige que todos los actos del Rey sean refrendados. La celebración de las consultas implica una serie de importantes decisiones: determinar quiénes han de ser convocados y en qué orden, llamar eventualmente a algunos a nuevas consultas, otorgar un mandato exploratorio cuando la crisis resulte de difícil soluclón, etc. Se podría interpretar que, el refrendo de todos estos actos corresponde al presidente del Gobierno cesante, pero parece mucho más consecuente con el esquema constitucional de formación parlamentaria del Gobierno el atribuir esta competencia al presidente del Congreso, ya que él tiene encomendada la misión de refrendar la propuesta de nuevo presidente del Gobierno.
En tercer lugar, hay que resaltar que el período que media entre las elecciones y la constitución de la nueva Cámara no es, en ningún caso, tiempo políticamente muerto, porque durante esos días los dirigentes de los partidos políticos pueden celebrar entre sí entrevistás y reuniones que en situaciones multipartidistas facilitan la articulación de la mayoría, sin que ello estorbe a las consultas solemnes que serán convocadas después por el Jefe del Estado.
Todo ello confirma la necesidad de que el procedimiento formal previsto en el artículo 99 se ponga en marcha, una vez elegido el presidente del Congreso y quizá con una audiencia que el Rey le concedería. En todo caso, y dada la importante función de garantía constitucional que corresponde al presidente del Congreso, en tanto que coparticipe, por la vía del refrendo, de un poder característico de la Jefatura del Estado, como es la propuesta y nombramiento del presidente del Gobierno, parece conveniente que el titular de este cargo cuente con el mayor número de respaldos posible. Así, sería oportuno que, siguiendo el modelo del speaker británico, nuestro presidente del Congreso fuera elegido sin ningún contrincante significativo, por haberse puesto previamente de acuerdo sobre el candidato el partido mayoritario y los principales de la oposición.
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