Víctimas y verdugos
Cuando muere un bandido adolescente se le suele echar la culpa a la sociedad. Esta se esponja y se desesponja y aquí no ha pasado nada, porque la sociedad no es nadie, la sociedad es, a lo sumo, una sociedad anónima sin rostro ni responsabilidad particularizada. La sociedad, pues, vale a estos efectos únicamente para que los escritores bienintencionados encuentren un chivo expiatorio de fácil localización.¿Aquí no ha pasado nada? La otra noche murió de un escopetazo el más conocido bandido adolescente español, el Jaro, de dieciséis años, que llevaba tres meses disfrutando de su mayoría de edad penal. Hasta entonces, los cientos de delitos cometidos por el chico eran chiquilladas. Desde el pasado mes de noviembre, José Joaquín Sánchez Frutos se había convertido en carne de presidio y, si tenía un poco de mala suerte, cualquier bala le en contraría en cualquier momento. Ha tenido mala suerte, en verdad. Los bandidos adolescentes están predestinados. Todos los que se guíamos su pista vital sabíamos que algo así había de ocurrirle, pero no pensábamos que sucedería tan pronto. El Jaro también debía saberlo, aunque al interesado siempre le queda la esperanza de que su último plazo se alargue inexplicablemente. Pero insisto: todo bandido adolescente debería entender que no le queda más alternativa que la cárcel lenta o la muerte rápida. Sin embargo, ¿cómo exigirle a un muchacho de dieciséis años, que acaba de estrenar la mayoría de edad penal, tamaña lucidez?
A esa edad los chicos sólo piensan en la libertad ilimitada. Como el Jaro, que había dejado escrito en una redacción de reformatorio: Siempre he querido ser libre.
Parece que en tiempos, en la región de Bohemia, existía una próspera industria que consistía en lo siguiente: cogían a los niños desamparados y les rajaban los labios, les comprimían el cráneo, les metían día y noche en una caja para impedirles crecer. Gracias a este meticuloso tratamiento y a otros de la misma especie obtenían unos monstruos muy divertidos y altamente rentables.
La cuestión reside en saber quién se apoderó de el Jaro cuando era niño, cuando sus padres le abandonaron, cuando para comer cada día había de pedir limosna o robar; quién le sometió a las manipulaciones precisas para hacer de él un bandido adolescente. En el magma azaroso que nos rodea, los papeles del drama flotan por doquier y tienen asignado un personaje, es decir, un hombre: para éste, el papel de negro, para aquél el de rico heredero, para ese otro el de bandido adolescente. i Hale op!, y ya tenemos a Jean Genet convertido en ladrón, homosexual, presidiario y maldito. Un nuevo giro y voilà!, ahora tenemos a José Joaquín, transformado en el Jaro, camino de la paliza, de la comisaría, del reformatorio, de la cárcel. Caminito de la muerte.
¿Cómo comprender a el Jaro? Para comprenderle, diría Sartre, sería preciso renunciar a la cómoda idea del Mal, al orgullo de ser honestos. Sería necesario que las buenas gentes tuvieran vergüenza de sí mismas, admitieran la reciprocidad. «Comprendemos gustosamente la desgracia de una viuda, de un chico de orfelinato; en cualquier momento podemos perder a nuestro padre, a nuestra mujer, a nuestro hijo; ésas son desgracias admitidas que comportan un ceremonial conocido de todos. Pero comprender la desgracia de un ladronzuelo sería tanto como admitir que yo pueda ser ladrón. Y, evidentemente, las gentes honestas rechazan tal posibilidad. «Está bien hecho. No hubieras robado. Mereces todo lo que te ocurre.» El hombre de bien se va, el muchacho se queda solo. La soledad de el Jaro se esconde ya, en cualquier sepultura anónima, tan fugaz y miserable como lo fije su vida.
«¿Quién no es mejor que su propia vida?», se preguntaba el poeta Henri Michaux. Desde luego el Jaro era muy superior a la vida que pudo vivir. Los biempensantes que inundan este país pueden seguir diciendo que quien la hace la paga, la sociedad puede seguir repartiéndose sus dividendos, los jueces pueden seguir cumpliendo con su deber, los policías con el suyo y también los padres, los reformatorios, los políticos... Que todos cumplan intachablemente sus deberes. Los estadios pueden seguir llenándose cada tarde con los gritos de 100.000 deberes satisfechos. Pero ello no impedirá que nos volvamos hacia esas honestas - gentes -del - deber - cumplido preguntándoles qué extraña crueldad les impulsa a convertir a un muchacho en su chivo expiatorio.
Ahora que el Jaro ha muerto, las aguas vuelven a su cauce y aquí no ha pasado nada. El equilibrio ha sido restablecido. La gente de orden se siente aliviada cada vez que muere un bandido adolescente. Piensan que ganan tranquilidad, que se reanuda la filosofía de poder ir al cine por la noche. No se percatan de que el miedo lo llevan ellos dentro, y la desconfianza y la ruina. De alguna manera barruntan que su práctica del orden les hace cómplices de aquella floreciente industria de la región de Bohemia. El disparate está en que esos monstruos ya no les son simpáticos ni rentables.
Por eso cuando muere un bandido adolescente se sienten aliviados y se fuerzan a olvidar deprisa, porque pudiera ocurrir que la memoria les traicionase y cualquier bandido muerto se les quedara clavado como un dardo en mitad de la frente preguntando por qué le han convertido en su chivo expiatorio. Y entonces volvería el miedo y la inseguridad, hasta el punto de hacerles dudar quiénes son los verdaderos verdugos y quiénes las verdaderas víctimas.
El Jaro adquiriría entonces el, peso de una acusación. Podría convertirse en una pesadilla insoportable, en una especie de monstruo generado en la vieja región de Bohemia. Pero no hay problemas: es más práctico sentirse aliviado y olvidar los sucesos callejeros. Es preferible cumplir con el deber, caiga quien caiga, máxime habida cuenta de que aquí no ha pasado nada.
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