Palabras, palabras, palabras
LA REAL Academia Española de la Lengua ha modificado la acepción de algunas palabras políticas. El ligero aggiornamento se produce en un momento especialmente dramático para las palabras mismas, como es una campaña electoral. Manejadas, manipuladas, exprimidas, invertidas por oradores y propagandistas, tergiversadas en comunicados, programas y carteles, tratando se servir a amos opuestos, las palabras políticas responden más que nunca a la versión cínica, qué decía que sirven para ocultar el pensamiento; más aun, están impidiendo el pensamiento de quienes las reciben. Las cariñosas palabras de los políticos están siendo, en realidad, un instrumento de agresión contra la capacidad reflexiva.Una palabra no es un valor permanente. Transita por el tiempo perdiendo o ganando continuamente algo de su peso específico, alejándose siempre de su etimología, tratando de adecuarse a las circunstancias. No hay nada más oportunista, más coyuntural, que una palabra. Nada más profanado, como ya decía Shelley, que se negaba teóricamente a esta misma profanación (a word is too often profaned for me to profane ¡t ... ). La escritura literaria, a fin de cuentas, no es más que la modificación del valor inmaterial de cada palabra por su colocación en el contexto de todas las demás, cargándose cada una de la impregnación de todas las otras.
En estas condiciones, la misión de la Real Academia de velar por la integridad y la pureza del idioma es considerablemente difícil. No ha podido salvar estas dificultades en esta ocasión. La definición de «izquierda» con un sentido negativo, como doctrina de «los representantes de los partidos no conservadores», en los parlamentos, es tan escasa como inexacta; hay partidos de izquierda notablemente conservadores y hasta tradicionales: el PSOE ocupa grandes espacios en la vía pública recordando sus cien años de continuidad. Como hay partidos de la derecha que rechazan tradiciones y se alejan del conservadurismo.
La aplicación del término «secuaces» para definir a los marxistas, en el término marxismo («Doctrina de Carlos Marx y sus secuaces ... ») es, sin duda, correcta en su etimología (del latín sequax, -acis), pero se usa exclusivamente en mala parte y en los diccionarios de sinónimos aparece con equivalencia de términos peyorativos («sectario, secuaz, fanáfico, intransigente, dogmatista, dogmatizante, iconoclasta, iconómaco»: Saiz de Robles), lo cual sin duda no ignoraba el travieso redactor de la papeleta y quienes la han asumido.
La censura y el énfasis del régimen anterior hicieron un gran daño al idioma. Hubo que usar unos vocablos por otros, buscar metáforas para expresar lo que se podía decir con sencillez, dotar de ambigüedad a términos y frases, inflar el lenguaje para evitar términos que se entendieran como duros (ejemplo: «residuos sólidos» por basura, «empleados del hogar» por sirvientes, etcétera) y produjo una cursilería arcaizante desde sus propias fuentes. Antes de reducirse este daño se amplió por otra modificación: el lenguaje tecnológico producido por las traducciones del inglés dominante («problemática», no en la acepción castellana de «problemático = dudoso, incierto, defendible por una y otra parte sino en la inglesa de «problematic, problematical": de la naturaleza de un problema, Webster).
Como reacción surgió el popular «cheli», del que algunos escritores actuales están haciendo orfebrería efímera, pero que no tiene fuerza de idioma. Sobre estos daños, el que está causando la democracia al idioma castellano puede ser irreparable. No son todos estos daños meramente formales: son profundos y atañen directamente al pensamiento que debe ser simultáneo con el idioma. Puede tener razón el académico Cela cuando, comentando estas modificaciones de la Academia, dice que «con estas palabras cada uno puede hacer lo que quiera; el diccionario es de uso, no un acto de fe». Pero, probablemente, este abuso democrático de hacer lo que se quiera con palabras, esta profanación de la que el vocablo. está siendo víctima, está dañando seriamente la capacidad de comunicación de quienes hablan, escuchan y escriben el idioma castellano. Babel fue un castigo bíblico bastante considerable: esta nueva "babel" de un solo idioma a la que estamos asistiendo es un destrozo más en la personalidad pública y privada del ciudadano. Sin que las academias sean dictaduras -y algo de ello les queda como reflejo de la personalidad de su fundador, Richelieu- y sin que el diccionario sea un dogma, su misión de fijar, aparte de las dudosas de dar esplendor y limpiar, sigue siendo estrictamente necesaria. Las últimas modificaciones de la Española no contribuyen a la precisión del idioma: parecen más bien influidas por estas olas de vaguedad, confusión y no compromiso, que están maleando el idioma castellano, y con él, la claridad del pensamiento.
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