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Aldo Moro y las hormigas

Rosa Montero

Ahora resulta que una revista italiana ha acusado a los carabineros, a dos miembros del Parlamento y a una persona ligada al Vaticano de dirigir el secuestro y asesinato de Aldo Moro, y para pasmo y pavor de muchedumbres el juez instructor del caso ha comenzado por confirmar, «al menos, parte» de lo que dice la revista. Estas noticias siempre la dejan a una medio espeluznada, con el estómago desfondado por el vértigo que da cuando te asomas a un complot de altura.Es como si retemblara el suelo bajo tus pies, perdida su natural firmeza, y de súbito adquieres la dolorosa certidumbre de algo que hace mucho que sospechas, a saber, que no eres nadie, que no te enteras nunca de nada y que no se te hace ningún caso. Ay. Es la paranoia del ciudadano-hormiga, que, a veces, te acomete ante sucesos ejemplares como este: un día te levantas radiante de seguridad cívica, te preparas un café instantáneo, creyéndolo tan buen café como anuncian en la tele, agarras el periódico con optimismo suicida y, zas, lees lo de Moro. Y ahí se te abre un agujero en la moqueta, el vahído ante el vacío te sofoca, y en tu desesperación llegas incluso a comprender que el café sabe a aguarrás recalentado. Fatal.

De modo que pasas un día horroroso, de casa al trabajo, y del trabajo a casa, temiendo ser cómplice y víctima a la vez de intrigas y traiciones, y escudriñándote en todos los espejos para ver si se te ha puesto ya cara de insecto, porque por dentro te sientes hormiga inerme y despistada que corretea a ciegas entre maquinaciones de gigantes. Así, llegas a la noche, corroidito de nervios y de sustos, y como te duermes acosado por la sospecha de que a Aldo. Moro le secuestró la policía, la cama se te llena de pesadillas y vislumbres. Total, que en un rapto de delirio onírico comprendes que fue Nixon quien disparó las balas que reventaron a algún Kennedy (a estas alturas ya da igual que sea al primero o al segundo), y llegas a ver al cardenal Benelli apretando hasta la asfixia, con sus manos ornadas de amatistas, el almohadón de fino lino vaticano sobre el rostro del primer papa Juan Pablo, y te das cuenta de que el aceite de Redondela lleva años almacenado en las bodegas de El Pardo, en botellas etiquetas como aceite de ricino, y reconoces al comisario Conesa dirigiendo a unos disciplinados grapos en sus ejercicios de tiro semanales, y llegas a la conclusión de que fue el mismo Hassan, en cuerpo y alma coronada, quien ametralló a los pescadores canarios para ser luego dulcemente reconvenido por Oreja, por un Oreja que aparece tan alto y tan buen mozo que empiezas a intuir que todo esto es sólo un sueño, y, al fin, cuando estás a punto de saber quién dirigió la operación Galaxia, hete aquí que te despiertas empapado en sudor y soledades, con la lengua espesa y abrasada por los demasiados cigarrillos de la víspera y sin que te quede nada tangible y cierto entre las manos.

Entonces te levantas, preparas el café a golpe de polvitos y te esfuerzas en reencontrarle el gusto, hay que recuperar la inocencia consumista y olvidar la paranoia. Y envuelto aún de melancolías matinales piensas que te gustaría saber algo más de este mundo en el que sobrevives olvidado, siquiera un poco más, una miajita, porque eres humilde en tu ambición y a lo mejor hasta eres cristiano y conoces que la exclusiva de la omniscencia se la ha quedado Dios. En realidad, te dices con gran voluntarismo, por ahí, por las afueras, han descubierto a veces parte del pantano, que, por ejemplo, desenterraron lo del Watergate, o el asunto ese de la Lockheed, y ahora quizá lo de Aldo Moro. Y con semejantes argumentos intentas recuperar la fe y la alegría. Pero no seas tan optimista, hormigoide amigo y compañero; por ahora, en España, sólo se ha desenterrado la cabeza de un Pablo Iglesias pétreo, y aun así han tardado cuarenta años en hacerlo y tenía machacadas las narices.

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