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Caperucita ya no se pincha

Manuel Vicent

Entra la mañana quebrada en grandes ángulos de sol entre los volúmenes e ilumina las vomitonas, diez, veinte, cuarenta bofes, fragmentos de conciencia arrojados en el pavimento sin necesidad de acariciarse la campanilla, botellas de cerveza estalladas, papeles pringados, sudor del vino y orina solidificada en la pared de la iglesia. Un barrendero de la comunidad se lleva los deseos irrealizados de la noche anterior en una carretilla a las once de la mañana. Los bares, las tabernas, los pubs, las cafeterías y los clubs americanos están cerrados. No se abren hasta el atardecer, cuando el aire va cogiendo otra vez un perfume de hierba y los nuevos buscadores de oro vuelven a los fosos del laberinto de Creta a seguir excavando. Entonces se oye la oración del traficante: «A la rica marihuana, oiga; tengo nieve de la mejor calidad, ácido de tres sabores y chocolate afgano, billetes abiertos para un viaje a Ganímedes.»El centro Argüelles lo forman dos patios comunicados, trenzados de pasillos, pasarelas y galerías que constituyen los sótanos de la nueva cultura en sesenta aulas o garitos, bajo tres bloques de viviendas de una burguesía media con horario fijo, camisa planchada y la duda metódica puesta a enfriar en el frigorífico junto a los supositorios de los niños, que oyen todas las noches los jadeos de Ariadna cuando es violada metódicamente por los freakies en riguroso turno.

A las diez de la noche, el laberinto ha cogido toda su densidad. Los camellos trabajan a pleno rendimiento entre los nudos de carne alucinada contra las barras, en la escombrera de muslos y senos de los divanes, bajo un polvo rojo donde la última generación forma una red de piernas, la trama de una almadraba que enreda, cada vez más, los atunes, los penes y las vulvas escarchadas de unos adolescentes llenos de felicidad anfetamínica. Esta es una cultura gobernada por un lejano rey de Cnosos, bajo un rock que te hace vibrar el intestino sacro y el alarido de Janis Joplins, la dulce pecosa que saltó la tapia con la sobredosis, un grito de pánico que dice más que cualquier estadística y raya el acantilado por donde se despeña acompañada por los cuervos hasta el fondo del cauce seco.

Los buenos burgueses de arriba quieren dormir tranquilos sin ese malvado griterío de los buscadores de la nueva cultura, sin el reflejo de las navajas que traspasa los dulces visillos, sin el aullido del hombre lobo en estado de éxtasis, que se mete en el dormitorio del señor notario cuando la esposa está colocando el camisón rosa sobre la lámpara de la mesilla para preparar una tierna escena de amor sabatino. Abajo se oye la oración del traficante: «Tumbaos panza arriba, hermanos, y esperad el santo reino de las ladillas. Llenad el mundo de placeres, arrojad flores en el engranaje de las máquinas.» El traficante pone el megáfono en su morro de mulato y desde la pasarela del centro Argüelles adoctrina a un grupo de buscadores de oro en la boca de la mina.

Sabed que debajo de cada religión o cultura hay una droga, un zumo de fruta o un extracto de planta. El vino fermenta la alucinación greco-latina y los sacerdotes y los poetas lo han convertido en dios. El hinduismo ha alcanzado el desvarío glorioso de la anemia a través del dulce cañamón que te inciensa el cerebro y te afloja las vísceras. Lo diabólico es la mezcla. El demonio no es más que un genio que une dos culturas, que te frota la glándula pineal con la corriente alterna de una lija que segrega un concepto de culpa. «A la rica marihuana, oigan.»

En ese momento, el notario del sexto interrumpe furiosamente el débito conyugal y arroja desde la terraza una botella de gaseosa sobre el orador, pero el casco se estrella contra la cabeza de Caperucita que estaba allí en el aula oyendo al catedrático con la cestita llena de metadona para llevársela a la abuelita. Al día siguiente ha salido la noticia en los periódicos. En la Universidad han matado a Caperucita, una alumna ejemplar.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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