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La ilusión de los niños por el circo, amenazada por las especulaciones de los mayores

Juan Cruz

Mañana llega a su fin el VIII Festival Mundial del Circo, que ha congregado en el Palacio de los Deportes de Madrid a un incontable número de niños, a una cantidad de padres resignados y abuelos desocupados y a una considerable masa de trabajadores por cuenta ajena que han hallado, con la presencia del circo, una posibilidad comodísima de subempleo. Frente a todos ellos, una troupe destacada, en la que no faltó un nombre mítico en la historia del circo: el del circo Ringlyng, de Estados Unidos, cuya empresa envió a este certamen internacional a unos excelentes trapecístas, los Flying Osler, quienes con sus trapecios volantes han protagonizado un impecable triple salto mortal.

Hace falta una gran dosis de ilusión adulta para que el mundo del circo entre por los ojos con la misma suavidad que traspasa los ojos de los niños. Los «adultos acompañantes» que han acudido a este festival se han encontrado en el Palacio de Deportes con la especulación tradicional: los niños no pueden sentarse cerca de la pista a no ser que paguen las entradas que también deben abonar sus padres, que para cumplir ese propósito han de abonar más de doscientas pesetas.La organización del festival, por otra parte, quiso suavizar la cuestión económica para los trabajadores fijos, e imprimió unas entradas especiales, con un descuento considerable, para distribuirlas entre distintas empresas madrileñas. Esas entradas, o un alto número de ellas, eran revendidas por los. trabajadores ante las mismas taquillas del Palacio de los Deportes. «Y no nos ganamos sino veinte duros por cada una», comentaba un revendedor. En el descanso del festival, un pato triste y nada gesticulante colmaba otro propósito comercial paralelo al propio certamen. Con desgana, el personaje encarnado en pato se prestaba a posar con los niños, cuyos padres de nuevo pagarían la instantánea tan hábilmente conseguida. Las colas eran múltiples.

En ese panorama, compuesto finalmente por palomitas de maíz y bolsas de patatas fritas a treinta pesetas la unidad, la ingenuidad tradicional del espectáculo más limpio de todos se desvanece a los ojos del adulto, quien observa también que algo debe fallar porque el personal infantil no lo secunda; tampoco muestra un calor superior al ligero relente que se padece en el Palacio de los Deportes.

Escultura permanente

Sin embargo, hay elementos destacables en este VIII Festival Internacional del Circo. El espectáculo conserva un tanto su aspecto de escultura permanente y de emoción contenida, aunque chafada un tanto por la cantidad de películas en las que los hombres vuelan, los astros discuten y se pegan. Uno de los números fuertes de este festival era la actuación de un alambrista, Emil Orsola, del circo francés Bouglione, dieciocho años, a quien el presentador del festival tuvo la mala fortuna de relacionar con un alambrista mayor que perdió la vida recientemente tratando de cruzar una calle a través de un alambre. Lo situó como heredero, o algo, así, del héroe caído.Orsola no sólo cruzó el Palacio de los Deportes caminando con calcetines sobre un alambre de diez milímetros, sino que luego hizo lo mismo valiéndose del mismo alambre y de una motocicleta que contaminó al ambiente, pero que divirtió a los niños urbanos, acostumbrados a esos ruidos y a esos humos, aunque no a tales acrobacias. A 35 metros de altura, aquel ejercicio fue el que mejor contuvo la respiración de los asistentes al festival. Los que miraron alrededor de las motocicletas pudieron apreciar la atmósfera escultórica que los hilos tensos crean sobre la carpa. Alexander Calder hubiera firmado el múltiple volatil que crea toda esa sucesión de hilos entrelazados gracias a los cuales los equilibristas se conservan en el aire.

Víctor García, el creador de la coreografía de algunas obras de García Lorca, hubiera querido, por otra parte, contar con la elegancia arriesgada de los trapecistas del circo Ringlyng.

El circo termina envolviendo el peligro en la mayor naturalidad, por eso no hizo falta contener la respiración cuando un elefante, educado en Gran Bretaña, en el circo Fmart (que significa elegante, guapo), pasó con sus 3.000 kilos de peso por encima de cuatro bellas señoritas e incluso se atrevió a hacer flexiones sobre una de ellas. El domador, Billy Wilson, un ser sonriente y eficaz, de cierto parecido con Elvis Presley, condujo al elegante elefante triste hasta el final de su proeza, y los niños premiaron la ingente mole móvil, no se sabe muy bien si por haber realizado sin tropiezos tal viaje de obstáculos o por haber respetado con escrúpulos la integridad física de las cuatro bellas damas.

Los payasos, los españoles Martini y Lliata, distendieron el ambiente y ofrecieron la tradicional y maniquea división entre el payaso inteligente y el partenaire idiota, que al fin suele ser el más vivo del grupo. Ninguna novedad para el mundo de la payasada.

En el capítulo de los reconocimientos oficiales debe incluirse la entrega- de los oscar del circo correspondientes a este año. Al acto asistieron, entre otros, el subsecretario de Cultura, Fernando Castedo, quien entregó el oscar número uno a los trapecistas norteamericanos, trío Osler. El segundo premio se lo llevaron los motoristas alemanes y franceses, después Johnny Orsola recogió el tercer premio. El cuarto oscar fue a manos de los chinos Yong Brothers, y el oscar del humor recayó en los chimpancés italianos de Luc-Seis.

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