Los burócratas de la literatura
La literatura, en su paisaje confuso y dilatado, está llena de burócratas de la literatura; sus nombres no son los que pasan a la historia literaria con letras de oro, pero sí los que bullen en el tejemaneje de las academias, los -premios, las becas, los congresos y congregaciones y demás caridades y gregarismos pequeñoburgueses y que, en cierto modo, alimentan. Los burócratas de la literatura sonríen siempre, son mansos de corazón y funcionan acordes con unas actitudes y unas motivaciones pautadas, según muy bueyunos y domésticós criterios. Un escritor es capaz de dejarse morir de hambre; un burócrata de literatura, por el camino contrario, prefiere poner la mano a ver lo que cae, que siempre suele caer algo y menos da una piedra. Está claro, que Cervantes, Valle-Inclán, Bertholt Brecht o Antonin Artaud, entre tantos y tantos más, no fueron burócratas de la literatura.Son deliberadamente cobardes, los burócratas de la literatura, como cabe suponer; juegan a la baja, no perdonan ni el talento, ni la gallardía, ni la independencia y, como el ganado del matadero amen las botas de quien les da de comer y de beber, que es también quien ha de apuntillarlos o degollarlos o apuñalarlos debajo del codillo, según la especie fuere bovina, ovina o porcina. Los burócratas de la literatura cultivan la seriedad del asno y -uno sí y otro no, que se distrae- se sienten redentores de la humanidad y celosos guardianes de las más depuradas y arcanas esencias, revisables según sople el viento. Naturalmente, todo lo que se dice vale no más que sobrentendiendo que los burócratas de la literatura son animalillos fotófobos a Josquegusta ser oveja blanca en el rebaño de las ovejas blancas.
Entre tantos y tantos temores amorosa y casi viciosamente cultivados, los burócratas de la literatura no son capaces de soledad y no ignoran que la independencia -esa última bendición que los dioses no brindan más que a quien la persigue- aboca a la soledad como los ríos, tras recorrer tierras y tierras, acaban en la mar sin lindes. Se necesita un mínimo temple, tampoco demasiado, para decidir en soledad el color del cielo, el aroma de, la flor o la silueta de la mujer que marcha por el camino. A los burócratas de la literatura no les importa nada que no sea el acomodo funerario.
-Hagan ustedes un poco de sitio, por favor, que llega un muerto nuevo.
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