Cuestión de formas
De entre los numerosos abalorios que han engalanado el pasado referéndum constitucional, uno de los más llamativos ha sido la curiosa irritación que, entre las fuerzas-vivas-democráticas de pro. ha provocado lo que ellas mismas han dado en llamar, abstencionismo (a todo hay que darle un nombre sintético, que con lo innominado y disperso no se sabe qué hacer): políticos, editorialistas, escritores, columnistas, locutores, humoristas, todos han afilado sus plumas o sus lenguas para condenar de una manera tajante, más bien convulsa y a veces hasta atrabiliaria, la postura abstencionista (sigamos llamándola así para entendernos), respondiese ésta a lo que en cada caso respondiese. Tanto ha sido así que no deja de sorprender un poco el hecho de que todos esos grandes demócratas unidos (que justamente evidenciaban su impecable talante democrático en la propugnación del si) hayan atacado con mucha mayor vehemencía y corajina a los abstencionistas que a los partidarios del no. Tal detalle parece un contrasentido, para empezar. Pero es que aún hay -Otro dato sumamente sospechoso: nadie ha dicho una palabra en contra -o muy pocas- de los que optaron por votar en blanco. ¿Qué diferencia hay entre votar en blanco y no votar? A primera vista parecería que ninguna, pero comprobar que es bien distinta la acogida a una y otra actitud hace temer que sí la haya. ¿Y en qué consiste, pues, esa diferencia? ¿Por qué ha exasperado más a los demócratas del - sí la abstención que el -voto en blanco e incluso que el negativo?Témome, señores, que la cosa despide un cierto tufillo a totalitarismo de pura sangre, es decir, al más inveterado, a totalitarismo-en-si.
Parece como si en estos días hubiera recobrado actualidad (de manera tácita, claro está) la vieja cuestión de la forma y el (contenido: parece como si, al tratarse en este referéndum de un «buen contenido», que nos ayudará a ser más hombrecitos y ahuyentará al lobo malo para siempre (¿para siempre jamás?), lo importante no hubiera sido tanto la aprobación de dicho buen contenido (como ya antes de la votación la mayoría sabía que la mayoría pensaba que era bueno y sabía también que se iba a aprobar ... ) cuanto la aceptación de su existencia y transcendencia, el reconocimiento de que ese contenido atañía a todos -para aplaudirlo, abuchearlo o simplemente mostrar la perplejidad de un voto en blanco: eso ya empieza a resultar secundario desde la nueva perspectiva- y la consiguiente asunción por parte de todos de que todos por igual y del mismo modo, acudiendo a las urnas -y esto es ya una cuestión de forma-, debíamos darle el refrendo más importante de cuantos hay, el que le era más necesario: el de su universalidad en este universo pequeño llamado España.
Pero he aquí que surgen los que se abstienen, los que el día de la Constitución no se acercan a votar: los indiferentes, los desdeñosos, los pasotas, los señoritos, los utopistas, los maniáticos, los irresponsables, los pocos cívicos, los blasés, los insolidarios, los despitados, los individualistas, los locos, los vagos, los apolíticos, los perezosos, los maleantes, los que no saben en qué día viven, los desmemoriados, los ignorantes, los desestabilizadores, los pesados, los que no se quieren comprometer, los ¡letrados, los -simples: toda esa canalla, toda esa ralea que -quién sabe- debería caer tal vez bajo una denominación común: ¿Quizá peligrosidad social? Bien pudiera ser, puesto que, a lo que parece, son los que han levantado las mayores iras de los que protegen a la sociedad de. los peligros que la amenazan, de los que justamente han hecho una Constitución, que los otros ni se molestan en votar, para librarla de los peligros.
Pero, óiganme, todos esos que he enumerado, ¿no son bastante distintos entre sí, opuestos incluso en algunos casos? ¿Hay, en efecto, que buscarles una denominación común? ¿Y en qué se funda esa denominación común? Hoy por hoy, en el hecho de no haber ido a votar, en consecuencia en haberse diferenciado de los del sí, de los del no y de los del voto en blanco; en haberse diferenciado, pues, de todos ellos más de lo que todos ellos se han diferenciado entre sí. Porque, al fin. y al cabo, el ultraderechista que ha votado un gran no -y que en consecuencia, y según los del sí, no quiere la democracia-, ha accedido sin embargo a participar en ese juego democrático: el hombre, ingenuamente, ha pensado que a lo mejor acababan ganando los noes, y ni corto ni perezoso, se ha ido a votar con el mismo espíritu y las mismas esperanzas que el que ha ido a votar sí. Y el que lo ha hecho en blanco,. por lo menos ha tenido la decencia de manj/estar su ignorancia o su estupefación, o incluso su -inhibición ante el evento: por lo menos ha tratado al evento como tal.
Pero esos otros, los que ni siquiera han ido a votar, esos sí que se han diferenciado; y además se han diferenciado en,la forma misma, no como el ultra y el desconcertado, que sólo lo hicieron en el contenido. Ahí duele. Las formas pueden ser peligrosas, y por ende deben ser en todos las mismas, aunque varíe el contenido. Y si el día de la Constitución hay que votar para que la sociedad en pleno reconozca que votar es importante y bueno para la sociedad en pleno, entonces es intolerable que para un individuo (y por tanto ya no para la sociedad en pleno será lo más importante votar) sea más provechoso quedarse embebido en casa leyendo a Homero o que se le olvide que hoy es el 6 de diciembre, o que le aburra la política, o que sea un incrédulo, o que piense que lo que se le ofrece son las sobras de una merienda de negros, o que ese día le haya dado por pasárselo jugando al naipe, o que sea un viejo maniático que recele de toda unanimidad entre los partidos mayores, o que incluso haya optado por seguir las consignas de otros, o que simplemente no quiera jugar al juego que se le propone.
Los referéndums de Franco eran claramente totalitaristas en la forma y en el contenido; estos referéndums de la democracia son más astutos (lo cual tampoco era muy difícil de conseguir): no son totalitaristas en el contenido. Sin embargo, todas esas fuerzas-vivas-democráticas de pro, a que al principio me refería y a las que tanto ha indignado la abstención, parecen haber olvidado o ignorar que la distinción entre forma y contenido pasó a mejor vida -y para no exagerarlo más tarde con Mallarmé. Y que desde entonces la forma y el contenido son lo mismo: o, mejor dicho, que no se pueden separar.
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