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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La huelga de Televisión

LA HUELGA anunciada por los trabajadores de Televisión Española es un espectacular recordatorio para el Gobierno de cuál es la situación de deterioro y podredumbre institucional de RTVE. La Administración pública ha mostrado un olímpico desdén hacia las mayoritarias y reiteradas críticas contra la manipulación partidista de la Televisión estatal y la huelga, que esperamos y deseamos no se produzca, no sería sino el corolario de un sinfín de desaciertos a veces lindantes con la venalidad en la gestión del medio. El procedimiento de dejar pudrir las situaciones hasta la descomposición total -«cuanto peor mejor»- en asuntos que afectan a la convivencia y al dinero de los españoles acabará por llenar de olores fétidos nuestra vida pública. Y puede terminar provocando conflictos tan explosivos como el que implica la amenaza de paro televisivo para la próxima semana.Televisión Española es un ejemplo paradigmático de cómo una Administración incontrolada puede arrastrar hacia el descrédito y condenar a la ineficacia a una empresa pública. No es, desde luego, el único caso de utilización de fondos públicos para fines partidistas o particulares. Y no hablamos sólo de defraudaciones delictivas, ni de responsabilidades de particulares. La corrupción en TVE se ha hecho ya institucional y es una mezcla de despilfarro, nóminas hinchadas, amiguismo, apatía laboral, tráfico de intereses y conspiración de despachos. Hasta el punto que puede decirse que si es preocupante que Televisión pueda no emitir sus programas el próximo lunes por decisión de sus trabajadores, -mucho más lo es que Televisión de hecho salga muchos días al aire por la encomiable terquedad profesional de un reducido grupo de hombres que suplen con dedicación y acierto el atrabiliario caos organizativo en el que se ha convertido este puerto de arrebatacapas. Paradójica e injustamente, ese grupo no accede a las nóminas millonarias, los brillos de la popularidad o las decisiones del poder en la casa. Sobre sus costillas se han fabricado los prestigios ajenos y sobre sus costillas se quiere fabricar ahora la demagogia del poder en todas sus versiones.

No le faltarán, pues, motivos objetivos a los trabajadores de TVE -y al hablar de trabajadores desgraciadamente no es posible en este caso, ni aun desde el prurito de la solidaridad gremial, referirse, ni mucho menos, a la totalidad de la plantilla de la casa- para plantear un conflicto de envergadura, que en una sociedad democrática puede llegar a la huelga, aun tratándose de un servicio público. Pero precisamente por tratarse de un servicio público los convocantes del paro deben medir las consecuencias de su actitud y valorar toda otra alternativa de acción. Y, sobre todo, tienen el deber inexcusable de explicar claramente a la opinión pública las razones de su decisión. Estamos esperando que llegue el día en que alguien en Televisión Española se decida a abrir un debate sobre la propia Televisión Española. No sobre los principios filosóficos del medio, sino sobre la realidad de sus cuentas, sus sistemas de trabajo, etcétera... Porque hay que decir que los trabajadores de TVE no resolverán con su huelga la desgraciada situación del medio, ni es lícito que al amparo de reivindicaciones justas se oculte la realidad de enchufismos y privilegios generalizados que recorre la casa de Prado del Rey y que por desgracia ha contaminado gran parte de los rincones de la misma. Hasta el punto de que las situaciones de descontento vienen siendo agitadas no pocas veces desde los temibles pasillos del local por aquellos que perdieron su silla -que no su sueldo- y que no tienen otra preocupación que hacérsela perder al prójimo. Con cada nuevo director general la historia se repite and infinitum. Los españoles, que soportamos, sin ninguna capacidad de protesta, las deficiencias de TVE, las arbitrariedades y el desorden general, nos quedamos absortos al saber que eso nos cuesta, además, la friolera de 30.000 millones que pagaremos a medias en publicidad -y por partida doble, pues al costo económico hay que añadirle el social y psicológico- y en impuestos. Todo ello para financiar los caprichos de los sucesivos mandos y un deterioro institucional que comenzó ya en la gestión de don Gabriel Arias Salgado.

Así que los eventuales huelguistas deben asumir la responsabilidad pública de su acción en el marco de la situación general del país -la salarial y la del empleo- y no desde actitudes gremialistas explicables, pero injustificables. Y partiendo de la base de que es desde la utilización de los fondos Públicos desde donde debe darse respuesta á sus reclamaciones. Los partidos de la izquierda parlamentaria y las centrales sindicales han propugnado en reiteradas ocasiones la democratización de la Administración y la supresión de la corrupción y las situaciones irregulares dentro del Estado. Pues bien, en Televisión Española, como en tantas otras cosas, el desmontaje del sistema de privilegios y abusos exige una coherencia en la acción con los principios defendidos que en ocasiones brilla por su ausencia. Y un camet de una organización de izquierda -como ningún otro carnet- no es en este caso necesariamente una patente de nada: la corrupción en Televisión no tiene fronteras ideológicas.

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El problema planteado por la ordenanza Ansón, cuya aplicación inmediata reclaman los trabajadores, no consiste tanto en la objetividad de su justicia como en la posibilidad de ser cumplida, y de que se extienda a otras empresas públicas que viven del presupuesto del Estado, pues no debe ser RTVE una especie de oasis en un mundo abrumado por la austeridad salarial. Los españoles deben conocer con cuánta largueza don Rafael Ansón decidió disponer del dinero ajeno, procedente de los impuestos que con harto trabajo pagan los contribuyentes. Luego el actual director general ha venido a complicar las cosas, con decisiones que afectan seriamente al organigrama de la casa en un momento en el que se avecina una reestructuración fundamental de la misma con el estatuto. En definitiva, que unos y otros éstán consiguiendo a marchas aceleradas que la irritación popular contra la Televisión -de manera indiscriminada- suba entre los ciudadanos. Y el descrédito proviene no sólo de la catastrófica gestión del Gobierno, sino de la dejación de responsabilidades de los partidos de izquierda, que amenazan ahora suplir con demagogia el tiempo que han perdido entre consenso y consenso.

El problema de Televisión -lo hemos dicho repetidas veces- no se resuelve, a nuestrojuicio, simplemente a base de poner un mejor director general al frente. No es un problema de personas, sino de estructura. Es preciso un estatuto que gajantice la autonomía profesional del medio frente a las presiones del poder en todas sus formas. Y son precisos tiempo y autoridad suficientes -con responsabilidad y respaldo de las Cortes- para poner orden a aquella casa. Es preciso también evitar las tentaciones que existen para, lejos de evitar la manipulación por el partido del Gobierno, tratar de multiplicarla por el número de partidos representados en el Parlamento. Porque Televisión Española debe de ser de los españoles, no del ejecutivo, no de los partidos políticos, no de las centrales sindicales, no de las agencias de publicidad. Y para eso sólo el reconocimiento de la profesionalidad de quienes la hacen, la atribución a los profesionales del medio del poder y la responsabilidad que adquieren, dentro de un marco jurídico adecuado y con todas las garantías políticas y parlamentarias necesarias, sólo así, podrá comenzarse a arreglar la cuestión.

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