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La nuevas y secretas cuentas del Gran Capitán

Columbia University New YorkCuentan de Rusell Baker, un viejo y divertido reportero del New York Times, que acostumbraba a decir que la escuela de periodismo ideal debería reducirse a un curso de una sola asignatura. Toda la carrera se limitaría a una clase de seis horas y media de duración: los alumnos serían encerrados en una habitación y durante seis horas permanecerían enfrente de una misma puerta cerrada que, cumplido el tiempo, se abriría lenta y misteriosamente para dar paso a un portavoz oficial quien se limitaría a decir, solemnemente, estas dos palabras: «No comment». Y la puerta volvería a cerrarse.

Cuando los alumnos estuvieran todavía perplejos aparecería el profesor, quien, sin mayores explicaciones y con tono de redactor-jefe, les diría: «Venga, pónganse a la máquina y escríbanme una crónica de seiscientas palabras con titular; tienen media hora.»

Yo me imagino que la mayoría de periodistas españoles de hoy serían capaces de sacar sobresaliente y matrícula de honor ante semejante desafío informativo.

No en vano hemos vivido largos años de elocuentes silencios que coronaban interminables antesalas. Partos de los montes de los que era necesario sacar materia informativa para unos lectores adiestrados en el difícil arte de adivinar lo oculto, discernir las sombras y recomponer los fantasmas.

La situación en nuestro país ha cambiado y nadie lo pone en duda. Ya no hay que inventar: ahora siempre le queda al periodista el recurso de denunciar los silencios. Sin embargo, el derecho del público a conocer, el right to know, sigue siendo defraudado hoy como ayer en el seno de una Administración heredera del mutismo franquista.

El asunto no deja de ser grave si se piensa que la transparencia en los quehaceres públicos es premisa esencial de los regímenes democráticos. La historia del parlamentarismo suele recordar las épocas predemocráticas en que los diputados tenían prohibido dar a conocer ante el público lo que se debatía en los escaños. Fue famoso un ordenanza que a las puertas de la Cámara de los Comunes se cercioraba de que sus miembros no entraban provistos de lapiceros para evitar así posibles filtraciones posteriores. Con dificultades se admitió la presencia de los periodistas. Y no en vano se hizo popular la expresión de «luz y taquígrafos». Divertido resulta leer cómo las Cortes de Cádiz, tras aprobar la libertad de imprenta intentaban a continuación mantener en secreto las actas del diario de sesiones.

En la España de hoy, cuando estrenamos una solemne Constitución que establece sobre el papel esa necesaria transparencia de los asuntos públicos, las trabas informativas no han desaparecido. Y nuestros políticos y administradores acostumbran a dar la callada por respuesta a las preguntas de la profesión periodística.

Ni diputados ni senadores son capaces de saber qué pasa con los gigantescos, presupuestos del monopolio televisivo; nadie conoce el déficit real de los llamados Medios de Comunicación Social del Estado, que pagamos todos los españoles de a pie; no hay manera de establecer el verdadero coste de un puesto escolar en las escuelas públicas; y así hasta cien. Con todo ello, el Poder sigue rodeado de brumas y los rumores proliferan. La prensa de escándalo tiene materia prima asegurada mientras se tenga miedo a la verdad. Los riesgos son considerables. Hace tan sólo unas semanas, el republicano Peter Dureya estuvo a punto de derrotar al gobernador de Nueva York, Hug Carey. Pero los votantes se rebelaron en el último momento, cuando Dureya se negó a dar publicidad a sus declaraciones de impuestos. Y perdió las elecciones.

Decía Churchill que los males de la democracia sólo se resolvían con más democracia. Y yo creo que frente al escándalo del periodismo pornopolítico sólo hay un recurso infalible: más transparencia informativa y menos cuentas del Gran Capitán. O lo que es lo mismo, abrir las puertas de los asuntos públicos de par en par, desterrando de una vez por todas al siniestro portavoz de aquella escuela de periodismo que un día imaginara Rusell Baker, pero que todavía vive en no pocas partes de la recién nacida democracia española.

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