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Tribuna
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Las razones de un "sí"

Tal sí es el inío, naturalmente, y se refiere a mi voto en el próximo referéndum constitucional. La decisión de elegir ese término en la opción que se nos propone me, concierne muy personalmente a mí. Desde luego. Pero como no son pocos los que dicen vivir como cuestión moral el trance de inclinarse hacia el sí o hacia el no, tal vez no sea inoportuna una rápida enunciación de las razones por las cuales yo, un español como hay tantos, de modo expreso voy a decir sí al sí y no al no.Me adelanto a declarar lealmente que en el texto de la Constitución que se nos presenta hay puntos que no me gustan, omisiones que deploro y modos estilísticos que me desplacen. ¿Por qué, entonces, mi resuelta aquiescencia a dicho texto y mi firme oposición a su rechazo?

Diré sí al texto de la Constitución porque, en sí mismo considerado, veo en él muchas más cosas positivas que negativas. Cosas positivas y fundamentales son, entre otras, la afirmación de la soberanía del pueblo, con su adecuada realización en forma de sufragio universal y periódico; la proclamación del pluralismo político, de la igualdad ante la ley y de la consiguiente libertad de expresión, asociación y reunión; el solemne reconocimiento de los derechos humanos, comprendido entre ellos el de las comunidades históricas al fomento de su cultura propia la supresión de la pena de muerte y la afirmación del derecho a la vida y al trabajo; la plena equiparación de los dos sexos en cuanto a sus derechos civiles; tantas y tantas más. Ante este copioso haber, ¿cuánto monta el debe de la imprecisión conceptual con que en cierto artículo es empleado el término «nacionalidad», y de la sofisticada, injustificada y nada elegante evitación de la sinonimia entre «castellano» y «español», en tanto que nombres del idioma oficial de España?

Diré sí al texto de la Constitución porque, mirado dentro del contexto que le deparan los últimos 150 años de nuestra historia, es hoy por hoy la única vía realista -realista, aunque no fácil; fácil, por desgracia, no hay ninguna- para la definitiva eliminación de lo que otras veces he llamado el problema de los problemas y el mal de los males de España: la guerra civil. Este es en mi caso el más fuerte motivo del sí, y en él debieran tener su fundamento próximo, al menos para los españoles no fanáticos, no prepotentes y no sanguinarios, las razones ético-jurídicas que antes he formulado. Mi opinión, en suma, es esta: quien no sea fanático («sólo mi voz; para las demás, el silencio»), ni prepotente («ante todo, mi privilegio; nunca aceptaré lo que para él sea o parezca ser una amenaza») o sanguinario («cualquier camino es bueno, si me concede el gusto de cortar las cabezas de mis adversarios»), quien, en consecuencia, vea el primero de sus deberes históricos en la tarea de borrar de nuestra historia el espectro o la amenaza de la guerra civil, ése, cualesquiera que sean sus parciales reparos personales al texto de la Constitución en ciernes, deberá pensar dos veces, y hasta dos veces dos veces, su posible decisión de optar por la papeleta del no. Tanto más cuanto que, como habilidosamente arguyen ciertos abstencionistas, la propia Constitución abre cauces a la eventualidad de su ulterior reforma. ¿Cuál sería el futuro inmediato de España si, contra toda razón y contra toda esperanza, el número de los noes fuese superior al de los sies? A mi modo de ver, esta es la interrogación que conduce hacia la almendra moral del asunto. Definitiva salida de un clima de guerra civil latente, o larvada continuación dentro de él; that is the question.

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Apena e irrita leer los argumentos de los que con ostentoso desparpajo propugnan el no o con afectada gravedad ponen en camino hacia él; y no porque tales opinantes no tengan derecho a exponer y defender sus particulares puntos de vista, sino por la mínima o nula autoridad moral de casi todos ellos para exponerlos y defenderlos. Quienes con su colaboración activa, con su aplauso o con su silencio han apoyado la perduración de un régimen dura y tercamente desconocedor de los derechos humanos, practicante, llegado el caso, de la tortura clandestina, favorecedor de enriquecimientos al margen de las más elementales reglas de la moral pública, titular de la enorme represión sangrienta que durante la contienda y tras ella entre nosotros se produjo -qué cómodo condenar a voces la conducta del bando opuesto y callar, año tras año, todo lo tocante al comportamiento del bando propio-, desconocedor taimado de los preceptos del Concilio Vaticano II, no obstante el sincero o táctico cacareo de su confesión católica, pertinaz administrador de comuniones sacrílegas en cuarteles y en prisiones, perseguidor de masones mediante una ley dotada de carácter retroactivo, inventor y sostenedor del castigo permanente de dos provincias españolas, quienes de un modo o de otro dieron por bueno todo esto, ¿pueden ahora declararse incompatibles con una Constitución que les permite hablar y seguir disfrutando de sus bienes, y a la que, por añadidura, podrían reformar si el número de sus votántes se lo permitiese?

Varias denuncias, varios aspavientos. Para un pueblo de bautizados, una Constitución que no nombra a Dios. Si a los españoles actuales les fuera sometida a referéndum la imagen del Dios que durante siglos ha tenido por suyo la España tradicional, ¿cuál sería la proporción de los noes? Una Constitución abortista. ¿Con qué fundamento se afirma esto? ¿Y qué hombre de buena voluntad, cristiano o no, admitiría una punición legal del aborto a la cual pudieran escapar todas las mujeres con recursos suficientes para la consabida excursioncita a Londres, y cuyos artículos cayesen sobre las pobres infanticidas pobres -pobres de dinero, pobres de cultura, pobres de ánimo- como una despiadada maza puritana? Una Constitución que abre la vía al divorcio. ¿Y qué puede hacer el legislador con los no creyentes que sin la menor frivolidad quieran anular su contrato matrimonial? Una Constitución que afirma la libertad de enseñanza, pero que no la garantiza de manera suficiente. Ahora no haré una pregunta, me limitaré a un breve llamamiento al orden: por favor, amigos, un poquito de seriedad.

¿Sí o no al texto constitucional? Cuantos no sean fanáticos, ni prepotentes, ni sanguinarios, cuantos aspiren a que de nuestro pueblo desaparezcan para siempre el hecho y el hábito psicosocial de la guerra civil, piensen dos veces por lo menos, acerca de esa disyuntiva.

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