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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Autoridad en defensa de la libertad

LA PLAZA de Oriente se llenó el domingo casi hasta la bandera. Este candente otoño de 1978 ha visto crecer con ímpetu la marea del involucionismo, a la vez como nostalgia de un pasado idealizado por sus beneficiarios y como proyecto de futuro. La aprobación por las Cortes del texto constitucional y el anuncio del referéndum para el 6 de diciembre ha sido para la ultraderecha, habitualmente tan reñida con la realidad, una súbita materialización de los cambios democráticos lentamente gestados a lo largo de los dos últimos años. A partir de ahora, las alegaciones basadas en las Leyes Fundamentales y en los Principios del Movimiento tendrán el mismo e inexistente valor que las invocaciones a la Constitución republicana de 1931. La ultraderecha, incapaz de superar en las urnas porcentajes cercanos al ridículo, está a punto de perder su último asidero con esa legalidad que tan aplicadamente interpreta el ilustre notario señor Piñar en beneficio del caudillo Blas.Pero no es el miedo -comprensible- a la Constitución el único factor que explica el ascenso de la agresividad fascista. La responsabilidad histórica y política de los terroristas vascos, que ayer perpetraron en Basauri otro de sus cobardes e inhumanos atentados, en el crecimiento del involucionismo, nunca será valorada de manera suficiente. La simbólica resurrección de Franco sólo podría producirla esa criminal ola de violencia, que está riegalando a la ultraderecha la oportunidad no sólo de extender su ámbito de influencia social, sino también de intentar la intoxicación de las Fuerzas Armadas, con la esperanza de implicar a sectores de la oficialidad en insensatas aventuras golpistas como la de la pasada semana. El deterioro del clima de convivencia ciudadano al que se entregaron los activistas de la ultraderecha durante el pasado fin de semana en Madrid tiende, sobre todo, a crear los síntomas de una situación de preguerra civil, que sólo existe en los propósitos de Fuerza Nueva y de ETA. Una vez más, los extremos se tocan. Las provocaciones criminales de los terroristas vascos y las provocaciones gestuales y verbales de los nostálgicos del franquismo tienen como objetivo común la destrucción de las instituciones democráticas y la supresión de las libertades.

Se plantea así, de manera forzosa, una de las preguntas fundamentales de la ética política: ¿tienen derecho a la libertad los enemigos de la libertad? Está claro que el aprovechamiento por los adversarios del pluralismo de las posibilidades legales que un sistema democrático les ofrece para destruirlo sólo puede ser admitido por quienes confunden la tolerancia con el suicidio. A la vez, sin embargo, la defensa de las libertades constituye un fin al que deben aplicarse únicamente medios que no lo desfiguren. La lógica del pluralismo hace inexcusable que incluso las voces que abogan por su desaparición deban ser escuchadas. Pero sólo en tanto en cuanto se muevan dentro del campo de la libertad de expresión y no se constituyan en consignas para la acción violenta y conspirativa para las instituciones democráticas. Un Estado basado en el derecho en las libertades tiene que ser extremadamente cuidadoso en los procedimientos para defenderse de quienes se proponen destruirlo, ya que la utilización del terror para reprimir al terrorismo, de la mentira para rebatir a los falsarios o de la excepciona lidad ilegal para combatir a quienes niegan las leyes, no sólo vaciaría de sustancia a esas mismas instituciones democráticas a las que se trata de salvaguardar, sino que, además, daría el triunfo moral a sus enemigos, que impondrían de esta forma sus concepciones y pautas autoritarias. Pero ese Estado tiene que ser, al tiempo, firme y enérgico en la aplicación de las normas y en la defensa de las estructuras de la convivencia social.

Nadie que no sea cómplice de los terroristas piensa en justificar políticamente o encubrir materialmente a los asesinatos de ETA. El cruce de notas entre el Ministerio del Interior y el Consejo General Vasco demuestra, desgraciadamente, que se sigue confundiendo el inexcusable apoyo a las fuerzas de orden público con los cheques en blanco. El esclarecimiento de lo ocurrido en Mondragón, sea cual sea el resultado de la encuesta, en nada afecta a la condena de los crímenes de ETA y a la necesidad de perseguir y castigar a los terroristas. La ola terrorista en el País Vasco sólo cesará cuando las solucio nespolicíacas, que dependen de la eficacia y acierto de las fuerzas de orden público, caminen paralelamente con las soluciones políticas, sólo posibles cuando el Consejo General Vasco disponga de la autoridad y las competen cias que le conceda un estatuto de autonomía. Negar las responsabilidades de las fuerzas políticas, y entre ellas el PSOE; que aún mantienen ni más ni menos que un Gobierno vasco en el exilio, seríai, por lo demás, una necedad. Esta historia del País Vasco está demasiado plagada de errores por todos lados. Ojalá no haya que decir el la mento popular: «Entre todos la mataron y ella sola se murió.»

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Pero esa peculiar dialéctica de defensa de las libertades frente a los enemigos de la libertad y de respeto a los procedimientos democráticos para llevar adelante ese combate no debe limitarse al terrorismo de izquierdas. También tiene que dirigirse contra esa ultraderecha montaraz y golpista que insulta al Rey en calles y plazas, incita a las Fuerzas Armadas a emprender aventuras sin futuro, agrede a pacíficos viandantes y convierte a ciertos órganos de prensa en banderines de enganche para la sedición. El señor Piñar puede decir cuantas botaratadas le vengan en gana, incluidas sus alusiones a las humaredas de azufre que Satanás filtra últimamente en la superficie del planeta, sin recibir más sanción que las risas de sus oyentes o lectores. Pero cuando, como «filósofo aficionado», declara que encontraría plenamente justificado un levantamiento militar contra la Monarquía, el fiscal del Reino -tan activo en otras ocasiones- debe plantearse seriamente la procedencia de una acciónjudicial. Los muchachos de Fuerza Nueva pueden desplegar su arrogancia y sus atuendos multicolores en plena calle sin que nadie les moleste. Pero si su ocupación de la vía pública se convierte en pretexto para amenazar o golpear a aquellos de sus conciudadanos -la abrumadora mayoría, si se tienen en cuenta los resultados de las urnas- que no comparten sus fervores y sus consignas, corresponde a la policía evitar sus desmanes y a los tribunales castigar sus delitos. La hora de la libertad es también la hora de la autoridad.

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