No te olvides de Clausewitz
Este país, España, tiene muchos problemas, pero sólo dos; el terrorismo y la economía. En estos terrenos de batalla nos jugamos muchas cosas durante los próximos tiempos. Y el primer problema es que no equivoquemos las soluciones, o mejor dicho, el camino para encontrarlas.Hoy hablo sólo de economía y en este ámbito tenemos que saber que el enemigo a batir es la inflación. Y, sin embargo, no todos lo saben, no todos son conscientes de esa realidad tan manifiesta. Quiero decir que sí, que la gente, desde el ama de casa hasta el consumidor en general, se quejan todos los días del aumento de los precios, de que las cosas suben, de que no se puede vivir con los sueldos que se perciben en la empresa pública o privada, en la Administración del Estado o en el ejercicio de la profesión liberal. Pero estando todos de acuerdo en que la inflación, el aumento del coste de la vida, es el problema, nadie -quiero decir la gente de la calle, la opinión pública-, nadie, digo, sabe bien cómo acabar con ese problema. La reacción inmediata para quien no le llega el dinero a fin de mes es la de proponer aumentos de salarios. Los empresarios grandes, medianos y pequeños piden que se le dé carrete a la máquina de hacer billetes. En otras palabras, que la política monetaria sea más permisiva, que se aumente la liquidez del sistema financiero, que haya más dinero circulando a mayor plazo y a intereses más bajos.
Pero si este problema es grave, gravísimo, para quienes trabajan, es muchísimo más grave para quienes no encuentran empleo. Y desde este sector de los parados se apuntan otras soluciones; que invierta el Estado, que el Estado haga más carreteras, más viviendas, más regadíos, que haga más cosas para ocupar a más gente, para que haya más puestos de trabajo. Y otros piden que se le obligue a las empresas a invertir, que sea el sector privado quien aumente los puestos de trabajo. Y, sobre todo, que no se despida a nadie. Aquí es donde se hacen fuertes los sindicatos. Aquí y en el salario mínimo. Se puede hablar de todo, o de casi todo, siempre y cuando no se toque el tema de la movilidad de plantilla, de su flexibilidad, o, sin eufemismos, del despido.
El problema está en que la economía de mercado tiene sus reglas, y entre las que garantizan su funcionamiento figura, sin duda, la libertad del empresario para ajustar la plantilla laboral. Cuando las plantillas se inmovilizan, cuando el empresario no puede despedir se produce un doble efecto contrario; por una parte hace lo imposible por no contratar a más gente, sean cuales sean las condiciones de bonanza de la economía de su empresa. Porque piensa que cuando llegue la etapa de vacas flacas -y esta etapa llega siempre en cualquier empresa y en cualquier actividad- no podrá despedir. Y, por otra parte, llega un momento en que las empresas en esas condiciones de inmovilidad de plantillas no pueden resistir y suspenden pagos o quiebran. Entonces no son sólo unos pocos despedidos los afectados, sino que lo son todos. Para resistir una situación como ésta muchas veces los empresarios intentan solucionarlo con un método heterodoxo; que haya más dinero en el mercado, que haya más facilidades de crédito, que haya más capacidad de endeudarse. En suma, le piden al Gobierno una política monetaria permisiva. Por esta vía de la seguridad en el empleo, sea cual sea la productividad, sea cual sea el absentismo, volvemos al círculo de la inflación. Contra esa seguridad a cualquier precio el Gobierno sólo tiene el arma de la política monetaria. Es decir, de frenar la liquidez del sistema y el crecimiento del crédito al sector privado. La consecuencia inmediata es que muchas empresas no pueden resistir y suspenden pagos o quiebran. Si el Gobierno cede entramos otra vez en el círculo de la inflación. Y la inflación genera paro y estamos otra vez en donde queríamos salir.
Estas cosas tan simples, tan a ras de suelo, las explican más científicamente los economistas. Pero los políticos, los empresarios y los líderes sindicales se resisten muchas veces ante la evidencia porque, a corto plazo, estas medidas para frenar la inflación son impopulares, representan un costo electoral que nadie quiere pagar, pensando que sean otros, en el futuro, quienes tengan que hacerlo. Renunciar a este compromiso tan impopular es siempre la primera tentación de quienes dirigen, desde cualquier plataforma, el gobierno del país,
Pero el caso es que el Estado, y cualquier Gobierno, tienen una primera obligación que cumplir antes casi que ninguna otra, salvo, por supuesto, mantener el orden público y defender a la nación de un ataque extranjero. Esa obligación no es otra que la de mantener la estabilidad del signo monetario, interior y exteriormente. Esa obligación de cualquier Gobierno, sea del signo que sea, debe asegurarse en todo momento y en cualquier circunstancia. Porque por ahí empiezan todos los males que luego se agrandan y llega un momento en que sólo cabe la cirugía. Si esa obligación debe cumplirla cualquier Gobierno, cuánto más ha de hacerlo un Gobierno democrático que aspira a la estabilidad y a la consolidación de un régimen político de libertades. Y con el Gobierno deben asumir esa obligación los empresarios y los trabajadores porque son ellos, a fin de cuentas, quienes sufren las consecuencias de la inflación, y con ellos todos los consumidores, es decir, todos los españoles.
Aquí en la economía como en la guerra hay que tener, como bien saben los militares, las ideas muy claras sobre cuáles son los verdaderos objetivos que garanticen el éxito. La economía, en definitiva, es una guerra, la guerra de todos los días para producir riqueza y distribuirla mejor sabiendo que los medios son escasos.
El enemigo en nuestra economía es la inflación. Y «hay que perseguirlo con la máxima energía, con el empleo de las fuerzas hasta el último extremo». Y en este punto no caben concesiones. A ese enemigo que llamamos la inflación hay que perseguirlo y aniquilarlo y no levantar la guardia hasta que definitivamente, se le haya vencido. Aún cuando el éxito conseguido durante este primer año de lucha contra la inflación haya sido importante, «sería completamente necio no realizar el máximo esfuerzo para asegurarlo; este es el mejor medio de levantar rápidamente a la nación». Y aquí como en la guerra, «toda la dificultad consiste en permanecer fieles en la ejecución de los principios que uno se ha trazado» y «proseguir denodadamente a través de las tinieblas de la incertidumbre».
Aquí también, como en la guerra, habrá excusas para reducir el esfuerzo. También los generales en la guerra saben, a veces, que «las marchas son demasiado largas, la fatiga excesiva y la alimentación imposible». Pero aquí, como en la guerra, la firmeza consiste en mantener los principios, establecer los objetivos y sus prioridades y aguantar y resistir cumpliendo las reglas del sistema que hayamos elegido.
La economía de mercado funciona mejor que ninguna otra economía si se cumplen sus reglas y no se vulneran sus principios. Puede elegirse otro sistema, pero el de mercado ha sido, con diferencia, el sistema que ha producido mayor riqueza y bienestar a mayor número de gente en todo el mundo. Si ese es nuestro sistema, defendámosle con convicción sabiendo que saldremos de este difícil paso por muchas que sean las fatigas y los inconvenientes de esta hora.
Las frases entrecomilladas de este artículo son de un militar, nacido en la primavera de 1780, en Magdeburgo, Alemania, en pleno romanticismo. El libro que le dio más fama se llama Los principios fundamentales de la dirección de la guerra. Es un libro que figura entre los clásicos porque sus principios trascienden del mundo militar y son universales. El nombre del autor es Carlos de Clausewitz y en su tiempo los oficiales prusianos, cuando había dificultades, se decían unos a otros: «No te olvides de Clausewitz.»
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.