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Reportaje:Los marginados / 3

La cotidiana y desesperanzada historia de un delincuente juvenil

A la una del mediodía la plaza del General Palacios, de Getate, está llena de viejos, de adolescentes que no van a ninguna escuela y de jóvenes en paro esperando su oportunidad. «Aquí se va a armar una, por lo menos, como la de enero del 76.» J. A. B tenía entonces dieciséis años, y recuerda todavía «cuando los obreros se encerraron en esa iglesia de la plaza y nosotros, los chavales como yo, les llevábamos comida. Porque yo iba entonces con los chicos de la Joven Guardia Roja, pero no estaba apuntao y cosas de esas, sólo iba a las manifestaciones.»De entonces a hoy ha llovido mucho, pero él sigue en pie de guerra, recordando las tres detenciones policiales, «na más que por la cara, como la última vez, que estoy en el parque, ahí, con siete muchachos, fumándonos un cigarro, y llega la policía: «¡Venga, todos adentro! Pues, bueno, lo que usted diga. Y me he tirao un mes y medio en Carabanchel, en la séptima galería; nueve meses en el Dueso, porque nos llevaron a ese penal, que parece un campo de exterminio, y en Valladolid y en Avila, pero de conducción, todo por la misma causa».

Dice su madre que es un caso de auténtica mala suerte este chico, cómo ha salido con este carácter, y que «si encontrara un buen trabajo como pinche de cocina, queles lo suyo, seguro que dejaba de dar problemas».

Hace sólo dos semanas que J. A. salió de Carabanchel, en libertad provisional, y ahora va de bueno por el barrio, asomándose diariamente a la plaza del General Palacios, a ver si acaba de estallar la revolución. J. A. tiene una idea confusa sobre su propia identidad de delincuente, aun que empezó esta carrera inexorable a los doce años. «Tenía trece años, me parece, cuando otro chico y yo entramos en un piso y nos lo llevamos todo, y se chivaron de nosotros y nos cogieron.» Entre los trece y los dieciséis años ha gastado gran parte de sus energías en fugarse periódicamente del Colegio-Hogar del Tribunal Tutelar de Menores, donde tampoco la disciplina es excesivamente rígida. «Yo, cuando vienen, ya les pregunto, ¿y cuánto tiempo piensas estar?» -nos confesaría, después, el director del centro, padre Camilo Aristu. «Pero aquello le sentó fatal -insiste la madre de J.-. Salió peor que había entrao, porque hasta le rajaron, un gitano o no sé quién, y desde entonces ha ido a peor.» Después de cada detención, seguida del correspondiente internamiento, se planteaba la posibilidad de encontrar un buen empleo. «Si yo he tenido trabajos fabulosos, pero lo que pasa es que no me gusta que se rían de mí. O sea, si yo soy pinche de cocina, empiezo a trabajar y viene un menda que es igual que yoy me dice: ¡Ponte a barrer! ¡Amos venga, que se queden con su trabajo! » Y piensa J. que ha recibido demasiados golpes en la vida para terminar barriendo, y seguramente por eso y porque en el fondo pasa del dinero, se está preparando un viaje definitivo al paraíso. «En cuanto me den el carnet de identidad, que me se ha perdido, y arregle tos los papeles, yo me voy con mi piba al sitio ese donde fabrican el chocolate, y el tripi, y toa la droga, me largo a Amsterdam, eso pero fijo, vamos.» Aquí se quedarán algunos amigos, la gente de la COPEL, que mola cantidá, y las moscas de Getafe, tercermundistas y agresivas ellas. «Lo dice la Biblia, yo no la he leído, pero me lo han contao, que al tercer Papa, este que hay ahora, cuando se muera va a pasar algo y el mundo entero va a cambiar. Yo no sé si será una tercera guerra mundial o qué, pero algo tiene que pasar.»

«Yo no le robo a un obrero»

J. duda también, en algunos momentos, entre Amsterdam y el meterse en un partido político, «pero fuerte, si lo hubiese, y eso que yo de política no entiendo na», porque de los años de la Joven Guardia Roja conserva todavía unas primarias concepciones sociales, «yo lo del tirón y esas cosas, ni hablar, porque te juegas seis años tontamente y, desde luego, a un obrero yo no le robo, eso fijo». Por eso, al hablar de la creciente delincuencia en las ciudades españolas, enseguida menciona el paro, «que hay tres millones -dice- de tíos sin trabajo, y eso sí que es un problema». La gente de la COPEL, «todos los presos somos la COPEL», y los militantes de ETA son lo único que J. admira de verdad, como había admirado, seguramente, a su padre antes del viaje a Chile, «cuando yo tenía cinco años, y que pa mí fue horrible, que lo tengo aquí grabao por la cantidá de manifestaciones y de muertos que había», antes de que abandonara definitivamente a su madre y a los otros tres hermanos. Y lo que más odia, sin duda, los «chivatos, los soplones, que en la cárcel había un montón y que sin ellos la policía, nada. Porque investigar, ni saben. Y es lo que más me molesta, que un chaval como yo, que un delincuente como yo, se chive de mí. Y eso lo hacen porque ellos son los que más roban, pero la policía no les hace nada porque prestan servicios».

J. A. es un autodidacta que sólo ha ido al colegio una vez, «cuando era muy pequenajo, antes de irnos a Chile, he ido a uno mixto de Paracuellos, y a otros, pero muy poco tiempo. En ese de Paracuellos conocí yo a mi piba, una chica muy puesta. Ha pasao ésa tanto como yo, fijo, y además es más inteligente». Y si no ha aprendido más que a leer y escribir y hacer cuentas fáciles es por que en el fondo desconfía de la cultura, desconfía de las matemáticas. «Que dos y dos tengan que ser cuatro es sólo porque lo han dicho los tíos esos, y a mí ¿qué?, yo paso de todo y sólo dependo de mí.» Desconfía de la gente y, sobre todo, del futuro «En este país yo no aspiro a nada, es horroroso pa mí en todos los aspectos, no hay compañerismo ni nada y en otros países sí.» El balance de sus dieciocho años d vida lo ve muy negativo, con muchas ganas de que se rompa todo incluido el barrio que le oprime: «Antes se estaba bien en la plaza del Dos de Mayo, y en la plaza Mayor, y en el parque grande de Carabanchel, pero ahora no hay quien vaya, policías por todos los laos.» Y lo malo es que no hay otro sitio que la calle. En la calle se ha pasado más de la mitad de su vida, y así seguirá siendo mientras se solucionan los papeles, se decide por algún grupo político o el mundo se resquebraja definitivamente. Lo del trabajo ,está más complicado porque J. A. no consiente que le exploten y sólo ha barrido el suelo cuando le apuntaban con una metralleta.

Aunque tiene muchos amigos -centenares, miles, que no conoce siquiera, en los extrarradios de cualquier ciudad, en El Carmelo, de Barcelona, o en «Casitas Bajas», de Sevilla, y en otros barrios que no imagina-, los golpes prefiere darlos en solitario. «Me gusta ir solo, o con otro na más, porque es mejor, por si se chivan de nosotros y nos cogen, pues menos lío, menos declaraciones, menos todo. La otra vez que me detuvieron éramos trece tíos y se chivaron de nosotros y nos cogieron. Claro que les salió el tiro por la culata, porque me tuvieron que llevas al hospital, porque me corté las venas pa pasar de todo ya.» Porque detrás de este mantaje horrible, J. está convencido de que hay algo más, y que si se muere le espera otra aventura sin policías, chivatos, cárceles ni trabajo. Y no es que sea católico, ni ateo, «pero que algo tiene que haber, digo yo. Porque yo fumao me he ido de mi cuerpo y he hablao con otra gente, o sea me ha costao mucho trabajo, pero eso no le sale a todo el mundo».

Los parques de Getafe siguen en su sitio, las casas no se derrumban de momento y, para mayor hipocresía, sale el sol. J. A. no hace absolutamente nada a lo largo del día, ya ni se va a Madrid con los amigos, y está pensando seriamente en abandonar sus actividades. «Aunque no me vaya a Amsterdam, yo de delinquir me retiro, fijo, porque me voy a meter a un partido político.» Está completamente convencido de que así terminará su pesadilla, eso de que le conozca toda la policía del barrio, que venga a buscarle la Guardia Civil por la noche a casa, «que a mi madre le dan infartos», y que se sienta siempre como vigilado. «El otro día me pillaron con una moto, no veas la de hostias que me dieron, y luego, encima, la moto era mía.»

«Estos críos es que están marginaos, de verdad -insiste su madre-, me lo detienen en cuanto sale a la calle, y ya estoy harta de ver jueces y abogaos, de irme a la Guardia Civil. A ver si alguien le ayuda y encuentra un trabajo que le vaya. Porque cada vez que se lo llevan vuelve peor.»

Pero el caso es que nadie le ofrece una alternativa mejor que la evasión, que ya no se cree nada, ni pretende otra cosa que salvarse, por lo menos él, de la catástrofe que se avecina. Y lo peor es que la catástrofe llegó hace tiempo, ha pasado inadvertida y ha sido lo bastante discreta como para barrerle sólo a él, cuidadosamente, no de la plaza principal de Getafe, sino de una dinámica vital que será siempre su enemiga.

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