La muerte del Papa
SI LA designación, el pasado 26 de agosto, del cardenal Albino Luciani como sucesor de Pablo VI, fallecido exactamente veinte días antes, causó cierta sorpresa y no menor desconcierto en los medios religiosos y políticos del mundo entero, su repentina muerte, a los 32 días de pontificado, vuelve a abrir bruscamente las incertidumbres, inseguridades y expectativas planteadas entonces. Un mes de pontificado sólo puede dar lugar a superficiales impresiones basadas sobre todo en recuerdos y anécdotas o a prospectivas más o menos interesadas. Juan Pablo I ha quedado inédito como Papa, aunque el cardenal Luciani haya dejado un rastro de humanidad, sencillez y simpatía a todo lo largo de su carrera eclesial. De su corto pontificado -el cuarto más breve de la historia de la Iglesia católica- no nos han quedado más que gestos sueltos que caracterizan a la persona, pero que no pueden dar lugar a análisis alguno, no solamente de su papado, sino ni siquiera de las intenciones con las que pudo abordarlo.La sucesión del papa Montini ha vuelto a abrirse de este modo. Las tendencias presumiblemente existentes en el serio del cardenalato -y que llegaron a un acuerdo en la solución personificada en el Papa tan repentinamente desaparecido- siguen existiendo; una solución que se presentó hace un mes como sintetizadora de las herencias de Juan XXIII y Pablo VI, con síntomas de transición y compromiso, y a la que se llegó de manera espectacularmente rápida, se ha desvanecido. Nada se ha resuelto, y los problemas que tiene planteados la Iglesia católica, en su adecuación a los signos de los tiempos, siguen pendientes. Las mismas urgencias que hace menos de dos meses apremiaban al mundo católico subsisten hoy, tal vez empeoradas por la muerte de un Papa que no ha tenido tiempo de serlo.
Por lo demás, el breve lapso de tiempo transcurrido hace difícil suponer que se haya producido algún cambio significativo en la composición del cónclave cardenalicio que, en su inminente reunión, no podrá sino repetir los alineamientos y compromisos de hace una treintena de días. Los hábitos de cautela y de secreto que presiden la elección del Papa_mantienen en el restringido círculo de la cúpula de la Iglesia el conocimiento preciso tanto de las corrientes de opinión existentes como de sus portavoces y seguidores. Por esa razón, las conjeturas sobre las tendencias conservadoras y progresistas dentro de la alta jerarquía eclesiástica suelen ser especulaciones fundadas en la inevitable existencia de corrientes diversas en su seno y en el hecho de que en la comunidad católica hay respuestas diversas, y aun contrapuestas, a cuestiones básicas. A este respecto, el aggiornamento del Vaticano II, que se desembarazó del incómodo legado de León XIII, Pío XI y Pío XII, se ha plasmado sólo parcialmente en el mundo de las realidades concretas que afectan a los católicos de hoy. El gran desafío histórico que tiene planteada la Iglesia católica es completarlo.
La solución que pudo representar la elección de Juan Pablo I ha quedado truncada, y es verosímil que será más complejo y difícil para el nuevo cónclave (idéntico al anterior) encontrar otro purpurado con las mismas características que faciliten la síntesis y el compromiso. Y, lo que sería más deseable, la definición.
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