El pueblo francés se aleja de sus líderes
Hace dos semanas, el semanario político liberal conservador Le Point, titulaba a toda portada por encima de las caricaturas de los dos líderes de la Izquierda: «Marchais-Mitterrand, dos declives.» Una semana después, la revista Le Nouvel Observateur, para unos de izquierdas, para otros estandarte de la gauche divine, encabezaba su primera información de la semana con el siguiente titular: «Giscard-Barre, dos declives.» Finalmente, hace sólo cinco días, estalló una bomba poco frecuente: el semanario, ultra progubernamental Le Journal de Dimanche anunciaba a sus lectores en primera plana, con caracteres sensaciones: «La caída de los ídolos».¿Qué ocurría?: según un sondeo realizado por uno de los dos grandes institutos de opinión en este país, las veinte cabezas políticas de campanillas del cotarro francés, unas más otras menos, todas desmerecían ante eso que se llama la Francia profunda, es decir, ante los ciudadanos o ol hombre de la calle. Su popularidad, respecto a un sondeo similar de nueve meses atrás, caía en picado. La «estrella» más opaca se reveló la del líder socialista, François Mitterrand, cuya cota bajada del 60 al 45%. El presidente de la República descendía en dos meses seis puntos, pasando del 56 al 50%. El primer ministro, Raymond Barre, batió su propio récord al acumular un 58% de franceses descontentos con su gestión económica. El primer secretario del PCF, Georges Marcháis, perdía dos puntos, y así sucesivamente.
Aburrimiento y resignación
La citada «caída de los ídolos» aún no ha terminado de inspirar comentarios. El dirigente socialista Michel Rocard, que en unas declaraciones a EL PAIS, hace algunas semanas, reconocía ya que si los partidos políticos deseaban continuar representando a la opinión debían cambiar profundamente sus esquemas, comentó el desamor entre los ciudadanos comunes y sus políticos en los siguientes términos: «Esta respuesta de los franceses quiere decir, probablemente, que un cierto estilo político o un cierto arcaísmo político están condenados. Es necesario decir más la verdad y estar más cerca de los hechos.»Es cierto que un sondeo és una instantánea, una fotografía del momento. Pero, en el caso francés, seria simplista quedarse en esta interpretación tradicional de las encuestas públicas. La indiferencia de los galos ante los juegos de los políticos ya fue subrayada por todos los observadores en vísperas de los comicios legislativos de marzo, durante la campaña electoral y, esto, a pesar de que aquel escrutinio se presentó como «histórico y decisivo». Seis meses después parece ser que la tendencia no ha hecho más que acentuarse. La situación general, aburrida, resignada, con dificultades económicas crecientes y, en el plano puramente político, presidida por el discurso «real» (Giscard) y vengador (Chirac) de la mayoría de derechas, o por las querellas eternas que se parecen a los quejidos que salen durante la noche de un cementerio de sombras, entre comunistas y socialistas, explicaría en este momento el cansancio qué manifiestan los franceses cuando les preguntan por sus dirigentes.
Pero la «ruptura» es aún más grave que todo eso, en opinión de politólogos y analistas de la vida francesa. ¿Hasta cuándo la política, como en los tiempos del subdesarrollo, va a continuar siendo el saco de las mentiras que se le distribuyen al ciudadano para que alimente su esperanza? Algún día, los «príncipes» que nos gobiernan tendrán que comprender que cada día somos menos tontos y que todos somos políticos. Consideraciones como la citada, salida de una lengua «marginal» se publican, se oyen, se repiten , pero nada indica que algo vaya a cambiar en este país a corto plazo.
El semanario ya evocado, favorable al Gobierno, Le Point, comentaba el otro día: «La mayoría no ha sabido explotar su victoria. Seis meses después de las elecciones, Giscard continúa siendo tan vulnerable como antes. Los franceses siguen manifestándose escépticos sobre la «descrispación» política y soportan resignadamente a Raymond Barre. Chirac, por su parte, es el único que se mantiene más o menos bien porque conserva el apoyo de su partido.»
La gravedad de la situación económica ha apagado los enfrentamientos aparatosos entre el presidente y su «enernigo», el líder gaullista, pero la «guerra» larvada continúa. El señor Chirac, que últimamente se dedica a cultivar sus relaciones internacionales y acaba de ser recibido en China «como si usted aún fuera primer ministro», no pierde ocasión para zancadillear al que un día espera desbancar del palacio del Elíseo. Esta batalla, oculta y visible, hace equívoca la gestión del alcalde de París y del presidente de la República, y los franceses posiblemente se hastían.
Las hortigas y los cardos
El panorama de la oposición de izquierdas era, mientras tanto, comparado el otro día por un periodista liberal a «un huerto en el que confraternizan las hortigas y los cardos, impulsados todos ellos por el común deseo de amarse para dar a luz un cerezo». Tras seis meses de reflexión poselectoral, ni los comunistas ni los socialistas han llegado a encontrar una razón común para la derrota de marzo. Ambos continúan hoy insultándose con ardor renovado cada veinticuatro horas, culpandó cada cual al otro del fracaso y, para colmo de desconcierto de la opinión pública, afirmando que la Unión de la Izquierda aún existe. En el PCF, el señor Marchais ha aplastado los indicios de contestación que siguieron a los comicios, y en el PS, el hombre que se perfila como el «sucesor», Michel Rocard, se querella sin respiro contra las otras dos figuras que pretenden cortarle el camino: el actual primer secretario, Mitterrand, y el alcalde de Lille, Pierre Mauroy; sin olvidar al ala «izquierdista», el CERES, que no sabe con quién aliarse para combatir al «traidor socialdemócrata» Rocard.
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