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La fiesta de los toros no genera violencia en el espectador

Mi niño de tres años, que nunca ha usado una pistola (claro) tiene más hechuras con las de juguete que yo mismo, que sí la usé, cuando en la mili nos hacían ir al tiro. Sabe que el arma produce un retroceso y por eso la coge con las dos manos para apuntar; hinca la rodilla en tierra para mejor fijar el disparo. Mata. Estoy convencido de que, en sus juegos, mata. Y muere. A veces (diría que siempre), en medio del tiroteo, recibe un balazo: da un salto, pega tres zapatetas y cae violentamente. Luego se retuerce de dolor y exhala el último suspiro. Y vuelta a empezar. Matando y muriendo lo pasa en grande.Vi una vez a unas niñas de cinco o seis años que jugaban a darse de puñaladas en la calle con arma blanca (de plástico), y días después, ante mi asombro, apareció en casa la mía (cuatro años) con una navaja cabritera de juguete, que se había comprado en el puesto de la esquina. Me dijo: «Es la navaja de Curro Jiménez.» Por su madre supe que había matado a sus hermanos varias veces y en mi presencia los volvió a matar, hasta que cogí la navaja y la tiré por la ventana, y la familia hubo de oír mis desahogos (casi ninguno reproducible aquí) sobre televisión, sus programas y lo del Curro ese.

Lo del Curro acabó cuando no daba más de sí, pero lo de los tiros, eso no acaba nunca, porque a unos héroes de la criminalidad y la bestialidad más o menos soterrada suceden otros, y ahora andan de paradigma de lo que debe ser un tío ciertos estarquilach y unos alucinates macingeres que rebasan la animalidad hasta ahora conocida. No hay forma de luchar contra ellos y su influencia. Y mientras uno sueña con que un Gobierno, no de UCD (porque UCD ya se ve que no) acabe con este verdadero peligro social, aparece un gobernador civil (por supuesto, de UCD) y prohíbe a los niños que vayan a los toros. Son cosas que sólo ocurren en este país.

Hay una disposición vigente, de los años de maricastaña, que prohíbe a los menores de catorce años que asistan a los toros, sin duda por la violencia de este espectáculo, y con la misma certeza, porque en aquella época no había los otros espectáculos aún más violentos que hoy existen (muchos de ellos concebidos precisamente para engatusar a la infancia). Pero si el espectáculo es efectivamente violento -pues, en su autenticidad, ha de ser así-, en absoluto genera violeRcia, y un psicólogo hasta nos diría, posiblemente, que la libera.

Hemos visto a muchos niños jugando al toro -ahora menos que antes, por cierto- y a muchos mayores haciendo el toreo, pero a nipguno complaciéndose en su juego con los efectos lacerantes de la puya o de la estocada ni con la espectacularidad de la cogida. Lo que de la corrida queda no es el que llaman «martirio» del toro, sino la belleza del toreo. El público no se solaza con la sangre que vierte la res y su supuesto sufrimiento, sino precisamente con la acometividad o bravura del toro, que aclama, y con la estética de las suertes si las ejecuta un torero artista.

La puya y la banderilla no han sido concebidas para que el graderío disfrute con el dolor del animal, al estilo del circo romano, sino para mermar pujanza al toro mientras se calibra su bravura, y ahormarle, luego avivarle, y hace viable la estética del toreo de muleta y, finalmente, la estocada objetivo último de toda la lidia, que de otro modo serían imposibles.

Pero -he aquí la pregunta clave- ¿por qué ha de morir el toro? La respuesta es que, si no ha de morir, no podrá vivir. Sin la corrida, el toro de lidia no existiría; sería algo así como el buey, útil para el consumo, que además moriría, a más temprana edad, en un matadero. Sería, en definitiva, un animal absolutamente distinto, en comportamiento y presencia, al toro de lidia, el cual es el resultado de una selección y una crianza pecualiares, exclusivas de nuestros ganaderos de bravo, sin parangón en el mundo. Las castas, las cruzas, concebidas y combinadas de forma original en cada divisa, han creado el toro de línea proporcionada, agresivo, atlético, armonioso de cabeza, astifino y bravo.

Si pretendemos que al toro no se le condene a morir, condenaremos a no vivir a toda la especie. No parece mejor el remedio.

Decía Domecq: «El toro de lidia da los mismos kilos para el consumo que el de carne, pero además ofrece espectáculo. » Y resulta que ese espectáculo no es una invención, sino el fruto de una ecolución, y en él está reflejado cuanto,aportaron las sucesivas generaciones españolas durante siglos. Es popular en su técnica y en su rito, porque todo ello partió del pueblo, y es popular en su emoción y en su estética, puesto que el pueblo gusta de ellas.

Tiene, por supuesto, detractores que son válidos, pues cada cual es libre de sustentar y manifestar sus opiniones. Pero parece, por lo menos, arriesgado -yo diría que suicida- pretender imponer estas opiniones hasta el punto de erosionar, no digamos prohibir, la fiesta. La cual es patrimonio del pueblo -puesto que la creó-, el cual tiene derecho a elegir (por tanto, a su disfrute también) y-la responsabi lídad de legarla a las generaciones venideras, tal cual se recibió de las que nos precedieron y, si fuera posible, mejorada. La responsabilidad histórica en que incurren los campañistas «antitoreo» de Batcelona, entre ellos CEDADE y UCD a través de su gobernador, exige explicaciones.

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