Lo político y lo cultural
Estoy de acuerdo con el artículo reciente de Solé-Tura en EL PAIS, particularmente por lo que se refiere al Senado. Según dice, frente a la meramente redundante e inútil, puede cumplir dos funciones: la tradicional de Cámara «alta», representante de antiguos intereses y, por tanto, conservadora, retardataria y frenadora de un eventual progresismo del Congreso; o bien la de una presencia en Madrid de las reivindicaciones descentralizadoras, e incluso, agregaría yo, de una institucionalización seria y democrática de esa proliferación de preautonomías que, en su mayor parte, se quedarán en pseudoautonomías. Yo quiero hablar de una tercera función posible, aunque sumamente difícil, pues la tradición y hasta la etimología de la palabra misma «Senado» se oponen a ella: la de formalizar una intervención de la cultura, de la cultura viva quiero decir, en la «política» al uso y al día, la de las negociaciones, componendas y consensos. Pero ¿quién con espíritu juvenil, qué representante de la cultura viva aceptaría ser senador? El Senado es a la política lo que la Academia a la cultura: difícilmente puede representar más que lo establecido. A propósito de la Academia, es significativo el hecho de que ésta, para apoyar su petición de que el castellano sea denominado «español» en la Constitución (petición que, dicho sea entre paréntesis, incide en el mismo error en que cayó antes la Iglesia, de considerar el texto constitucional, al estilo decimonónico, como «sacral», de tal modo que lo que no esté en su letra correría el riesgo de desaparecer de la realidad, en vez de ver en él, como se debe hacer hoy, un modesto instrumento para el ejercicio de la función política), precisa que al presentar esta petición «la Academia declara explícitamente que no la guía ninguna motivación de tipo político -motivación que sería completamente ajena a su misión-», etcétera. ¿Cómo se puede incurrir en este «apoliticismo»? Si por política se entiende lo que hacen los políticos profesionales, es claro que la Academia no debe tener nada que ver con ella. Si por política, en su acepción más noble, se entiende la incidencia de la cultura -y de la palabra- en la vida comunitaria, entonces la Academia debe sentirse muy políticamente concernida. El lenguaje, como otras veces he dicho, y han dicho otros, produce el acontecimiento, el discurso precede a la acción y la dirige, la «acción simbólica» anticipa la «acción real» y es, inseparable de ésta, si se trata de una acción realmente humana. Reducir la acción político-cultural de la representación de la Academia en el Senado a una tarea de corrección de estilo -con ignorancia, a veces, de la semántica específicamente jurídica- o a «fijar» una lengua en su diccionariesca lexicalización es una pobre aportación, si bien es verdad que el mismo Cela, que es quien la hizo, incluyendo a los subnormales entre los que, como niños, han de ser protegidos por la sociedad, reveló una fina sensibilidad, no siempre manifiesta en nuestro gran prosista.Por cierto, en los debates del Senado sobre la Constitución están tomando parte muy activa los senadores de designación real, y algunas de sus enmiendas, así las relativas a la defensa del medio ambiente, del patrimonio nacional y de los derechos de los consumidores -como, por lo demás, la de Pedro Portabella sobre el ocio- están en la línea político-cultural que aquí se propugna.
A la vista de tal participación resulta curioso preguntarse si esos senadores de designación real, algunos de ellos al menos, que han sido invitados a los placeres, al parecer irresistibles, de la degustación del poder, o de su proximidad a él, serán capaces, al término de la presente legislatura, de renunciar en adelante a ellos. Y sospecho que alguno habrá pensado en la constitución de algo así como una «agrupación al servicio de la Monarquía », paralela, aunque aparentemente de signo contrario a aquella, otra «agrupación al servicio de la República». La de entonces fue inoperante. Su réplica actual seria perniciosa. Ya que parece que hemos logrado una Monarquía no cortesana, no palaciega, por favor, que los intelectuales no se conviertan en palaciegos, en cortesanos. Me parece bien que el Rey invite a los escritores -si yo no asistí a aquella recepción fue porque no pude-. Pero la misión del intelectual no es acercarse al Poder, sino mantenerse independiente, distante de él.
Y en fin, ya que he hablado del Rey, yo -que no soy ni monárquico ni antimonárquico, según creo que dejé claro en mi librito La cruz de la Monarquía española actual- me considero en el deber de decir lo que pienso de su anunciado viaje a Argentina, aunque no tenga más autoridad que la de mi total independencia moral. El caso de Argentina es completamente diferente del de China, Irán o un eventual viaje a la URSS o a Cuba. Esos regímenes, sean de izquierdas o sean de derechas, no tienen absolutamente nada que ver con el régimen del que, sin ruptura, ha surgido el actual. En cambio el de Argentina sí, y si la memoria no me es infiel, el propio general Videla declaró que su modelo político había sido el franquista. Diría más aún: en un cierto aspecto, el de la hipocresía, el régimen político argentino es más odioso que el chileno. Las fuerzas armadas, movidas en principio, sin duda, por su voluntad de acabar con la guerrilla y la subversión montoneras, han asumido el triste papel de hacer «desaparecer» a cuantas personas -hombres, mujeres y, como rehenes, hasta niños- creen conveniente, infligiendo así a sus víctimas, cuando menos, una efectiva privación de justicia, situación contra la cual la Corte Suprema ha protestado, por supuesto inútilmente. Se trata de hechos bien conocidos, que asociaciones muy moderadas, como la argentina Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, han denunciado, así como diversos grupos cristianos, y la posición del cardenal Eduardo Pironio, ex arzobispo de Mar del Plata y actualmente prefecto, en Roma, de la Congregación para Religiosos, de quien se habló mucho en la prensa de hace unos días como posible Papa, parece muy clara a este respecto. Que un ministro «propagandista católico» se haga responsable de este viaje y anteponga «prosaicas», materialistas razones de aumento de exportaciones a las de la desaparición, la muerte y el exilio de miles de argentinos es cosa, se diría, difícilmente comprensible. En el ministro de Asuntos Exteriores se personifica la contradicción entre el «realismo político», según dijo (o la realpolitik, y él no es como Suárez, él sabe lo que significa eso), y la cultura, el realismo cultural,
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