Entre el desatino y la amenaza
LOS ATENTADOS terroristas en las sociedades democráticas occidentales no se hallan al servicio, evidentemente, de la conquista del poder por los grupúsculos y sectas que los realizan. En España es simplemente inimaginable que el abatimiento por la espalda de funcionarios del orden público o el asesinato de altos mandos militares sean concebidos por los criminales que los reivindican como un paso en dirección a la insurgencia popular o a un movimiento revolucionario. Las elecciones de junio de 1977 demostraron que la población española se halla en los antípodas de cualquier posición que de alguna forma se relacione con los recuerdos de la tragedia bélica de 1936 o con las perspectivas de procedimientos violentos para resolver los conflictos sociales e ideológicos.Esta es una diferencia sustancial entre el terrorismo que hace estragos en los países dotados de instituciones democráticas y las prácticas de lucha armada que se proponen derrocar regímenes dictatoriales o coloniales. Mientras en el primer caso el enemigo de los terroristas es la sociedad en su conjunto, que elige y depone a sus gobernantes mediante procedimientos electorales pacíficos, en el segundo el adversario es el régimen, enfrentado y opuesto al cuerpo siocial.
La nota de la Asociación Profesional de Funcionarios del Cuerpo General de Policía hecha pública anteayer no enfoca, desgraciadamente, sus razonamientos, peticiones y llamamientos desde esta perspectiva. Es comprensible que la emoción producida por los cuatro últimos asesinatos de miembros de las fuerzas de orden público haya exasperado a los redactores de esa declaración. Y, sin embargo, ni sus acusaciones son justas ni sus argumentos resultan congruentes. Más grave aún es que esa comparecencia pública haya servido de material inflamable para que grupúsculos ultraderechistas, cuyo completo desamparo social quedó demostrado en las elecciones generales, prosigan su campaña porno-política, -de desprestigio de las instituciones democráticas.
La nota de la Asociación Profesional de Policía se declara dolorosamente harta de las declaraciones de protesta de los grupos políticos y sindicales, por considerarlas «huecas» y atribuirlas al único propósito de «hacer política». La acusación es gratuita y su contenido peregrino. Los partidos políticos han arrostrado sus responsabilidades ciudadanas con notable arrojo y valor moral al condenar la violencia y el terrorismo; y su decisión, lejos de ser huera o politiquera, tiene la inmediata consecuencia práctica de movilizar a los millones de ciudadanos que les han dado sus votos para aislar finalmente a los criminales y colaborar a su localización y captura. ¿O tal vez hubieran preferido los redactores de la desafortunada nota que los partidos y sindicatos hubieran guardado silencio o adoptado una posición llena de reservas y reticencias -como sucedía en la época del franquismo- a la hora de contar los atentados terroristas?.
Por otra parte, es significativo que los autores de tan controvertida nota no hagan en ella la menor alusión a sus probables carencias de medios o infraestructura para desarrollar más eficazmente su trabajo. Si se hubieran quejado de falta de personal, de sistemas de computerización, de falta de coordinación entre servicios, etcétera, habrían encontrado alguna comprensión pública, al margen de que sus peticiones fueran o no acertadas. Lo inadmisible es su aplastante descargo de responsabilidad sobre unos poderes públicos que no pueden tacharse precisamente de débiles ante el terrorismo.
Tampoco se mantiene en pie la acusación de que las fuerzas políticas hacen objeto a los cuerpos de seguridad de sus pactos, «cuya existencia tal vez impida la adopción de medidas de autoridad y gobierno» necesarias para terminar con el terrorismo. Antes, por el contrario, la aprobación por el Congreso de la ley Antiterrorista, con los votos favorables de los partidos de izquierda, ha puesto en manos de las fuerzas de orden público instrumentos legales semejantes a los que existen «en cualquier país democrático y civilizado» para combatir esa plaga. La «alarmante desprotección que padece la sociedad», según la nota de la Asociación Profesional de Policía, no es, en absoluto, atribuible a «la debilidad de los poderes públicos» ni a las cortapisas legales para la persecución de los criminales. Se debe, en todo caso, a las dificultades intrínsecas de la lucha contra el terrorismo contemporáneo -como demuestra la experiencia en Alemania, Gran Bretaña e Italia- y a fallos en los organismos en cargados de llevar a cabo esa tarea.
Es una evidente falsedad que los regímenes autoritarios sean más capaces de hacer frente a la ofensiva terrorista que un sistema democrático. Con independencia de que un Estado dictatorial confunde la lucha contra los criminales con la flagrante violación de los derechos humanos de los ciudadanos, la historia ha dado ya suficientes pruebas de que la violencia no disminuye, sino que aumenta y llega a tener respaldo popular cuando se la combate sin respeto por la ley y con desprecio a la moral. Baste recordar la última etapa del régimen franquista, desde el atentado contra el almirante Carrero hasta los asesinatos del 1 de octubre de 1975. La solidaridad del cuerpo social, a través de sus representantes libremente elegidos en las urnas, es la vía más adecuada para aislar a esos enemigos de la convivencia humana y a esos profesionales del crimen. A los partidos y centrales sindicales había que exigirles, y hay que agradecerles, que hayan hecho pública su condena del terrorismo y hayan dado sus votos tanto a las leyes que facilitan combatirlo eficazmente como a los renglones presupuestarios que permiten dotar con medios técnicos a los servicios de seguridad. Al Cuerpo General de Policía habría que exigirle, para agradecérselo cuando lo haya cumplido, que renueve sus métodos de trabajo y multiplique sus esfuerzos para localizar y detener a quienes amenazan no sólo las vidas de los funcionarios de orden público, sino las del resto de los ciudadanos.
Por lo demás, los policías deben tener conciencia de su condición de funcionarios públicos. Son personas en las que la sociedad delega el monopolio de la violencia, sometida a unas normas, para defender precisamente a esa sociedad. Realizan un trabajo muchas veces heroico y merecen y necesitan el apoyo de los ciudadanos a los que se deben. Estos están representados en el Parlamento y en el Gobierno de la nación. Y a él se debe todo funcionario del Estado.
Finalmente, la Asociación Profesional de Policías de Bilbao ha hecho pública otra nota que va mucho más allá que la de sus compañeros a nivel estatal. Una nota de amenaza en la que se escribe del «cómplice silencio» de las gentes. de buena voluntad y de la posibilidad de que los policías lleguen a «una situación límite de imprevisibles consecuencias». Los redactores de estas notas (es de suponer que se trate de una minoría significada políticamente en el Cuerpo General de Policía) deben empezar por entender que portan placa y pistola con cargo al contribuyente, que voluntariamente se han puesto al servicio de la sociedad y a las órdenes del Gobierno, que las «situaciones límites» tienen un entendimiento humano, pero sólo se traducen en la dimisión, y que ya pasaron los tiempos en que las «consecuencias imprevisibles» derivadas de actos cometidos por funcionarios públicos (y más si pertenecen a un cuerpo armado) no pasaban bajo los reglamentos disciplinarios y los tribunales de Justicia
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