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En recuerdo de un cantante con zapatos de ante azul

Ángel S. Harguindey

En la madrugada del 16 de agosto de 1977 Joe Exposito encontraba el cuerpo inerte de uno de los mitos pop del siglo XX, Elvis Presley, The Pelvis, en los lujosos salones de una mansión de Memphis. Horas; después fallecía en el Memphis Baptist Memorial Hospital, víctima, al parecer, de un fallo cardíaco.

Cien mil personas en su entierro. Escenas melodramáticas en las que los llantos se entremezclaban con las coronas de flores. El presidente Carter declararía: «Con la muerte de Presley, Estados Unidos pierde, una parte de sí mismo.» Apologías, análisis, lanzamientos apresurados de recopilaciones de éxitos, cifras sobre sus ventas y beneficios. Albaceas, intentos de profanar la tumba del ídolo, todo lo que forma y conforma el tango que canta Caetano Veloso, Siglo XX, cambalache.

El último 20 de abril las agencias de noticias afirmaban que el difunto rey del rock and roll quería ser agente secreto y viajó a Washington para ofrecer sus servicios al por entonces presidente, Richard Nixon. Ofrecía, al parecer, su conocimiento personal de las gentes de la música pop (drogas, militancias políticas radicales, etcétera). La tirantez entre el presidente y el cantante se produjo al comentar el primero la vestimenta de Presley (un traje negro con una gran capa): «Muchacho, vistes de forma chillona», señaló el patrocinador de fontaneros de hoteles de lujo. «Presidente -contestó The Pelvis-, usted tiene su montaje y yo tengo el mio.» Tiempo después las dos figuras pasarían a la historia con ese ligero toque de turbiedad tan característico de unos tiempos en los que las dicotomías radicales bondad-maldad son casi inexistentes.

Elvis, lo sabe ya todo el mundo, grabó su primer disco en un pequeños estudio de la Sun Records. El joven camionero con ansias de poseer un Cadillac, que había frecuentado las iglesias en compañía de sus mayores, que conocía bien los ritmos espirituales de los negros y el country de los blancos, dio rienda suelta a su fogosidad musical. Cantó Thats all right Mama y lo cierto es que no sólo todo estaba bien, sino que a partir de aquella grabación todo mejoraría hasta límites insospechados. Su ansia de un Cadillac la sació con creces y con ese ramalazo de mal gusto típicamente americano: los garajes de la villa de Memphis alcanzaron connotaciones de Salón Internacional del Automóvil. La RCA olfateó la novedad y fichó a aquel joven camionero con pelo engomado y pantalones vaqueros. Su primera canción con la multinacional fue Heart Break Hotel, desde entonces hasta la fecha más de cincuenta millones de discos grandes. La RCA y un autodenominado coronel Parker, manager de Elvis desde unos meses antes de su fichaje por la casa de discos, en 1956, han demostrado con creces poseer unos de los mejores olfatos comerciales. Elvis comenzó cantando a su madre (algo similar a lo que hace en la actualidad el poeta Ginsgberg, lo que parece ser ya un hábito institucionalizado en las vanguardias artísticas norteamericanas) y terminó cantándose a sí mismo, explicando sus preocupaciones: «He recorrido mucho camino desde los días en que estuve lavando coches. Llegué a donde dije que llegaría. Ahora que he llegado aquí estoy seguro de que, en realidad, no he llegado del todo. Así que creo que comenzaré de nuevo, colgaré la guitarra a la espalda y nunca más miraré atrás. Nunca seré más de lo que soy, tú debes saberlo. Soy simplemente el hombre de la guitarra.»

Aquel Heart Break Hotel consiguió superar las ventas de los clásicos de la casa, Crosby, Sinatra y Dean Martin. Elvis tenía veinte años y había conseguido conectar con los jóvenes de su país, un país que salía de la postguerra de la segunda conflagración mundial, que había creado «la caza de brujas» y que volvía a ocupar la prepotencia interior y exterior del nuevo imperio. La Paramount le contrató para realizar tres películas, de las diez en las que intervendría a lo largo de su vida.

El 24 de marzo de 1958, en plena fama juvenil, Elvis pasa a ser un número: soldado US 53310761, con destino en la República Federal de Alemania. Eran los tiempos de «la guerra fría». El gesto de Presley, alentado por el coronel Parker, no podía pasar desapercibido para las madres norteamericanas. A partir de entonces, The Pelvis sería aceptado por todos los estamentos sociales de Estados Unidos. Ya no era sólo el ídolo de la juventud, una juventud que, como en Forth Worth, se grabaría en su piel el nombre del nuevo rey Midas, sino que era uno de los prototipos ejemplares del joven-hecho - a - sí - mismo - que - cumple - con - las - obligaciones -de-la-patria.

Desde entonces sus discos serían comprados por toda la familia. A los chicos les encandilaba aquello de «puedes hacer lo que quieras menos pisarme mis zapatos de ante azul». Los mayores asentían con la cabeza cuando el tocadiscos llenaba de O sole mioooooo... el cuarto de estar. La misma figura satisfacía a todos. En 1961, a los veintiséis años de edad, se retira a sus dominios de Tennesse. En 1968 resurgía por obra y gracia de un programa musical de la NBC. Entre esas dos fechas surgen los Beatles, los hippies, Bob Dylan, la marihuana como rival de la Coca-Cola, la primavera de Praga y el mayo francés. Vuelve el Rey y, pese a todo, vuelve a encandilar a las masas, añorantes en unos casos y arreboladas por ese maravilloso estilo rockero en otros. Hace un año moría en Memphis el mejor cantante de rock de todos los tiempos. Lo demás es literatura.

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