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El precio de la vía hacia la democracia

Todo los amigos, españoles o extranjeros, del actual régimen español acostumbran a exhibir su pasmo ante el maravilloso juego de prestidigitación en virtud del cual se desmontó el tinglado de las Cortes franquistas y, de hecho, el del Consejo del Reino, se pasó de la autocracia a lo que se llama democracia, se ha domesticado a los comunistas y a Tarradellas, se ha convertido en monárquico y respetuoso del poder temporal de la Iglesia a Santiago Carrillo, y se va a lograr el cuasipleno consenso parlamentario para la nueva Constitución. Es verdad que, en contraste con la fe que, durante el siglo XIX, se depositaba en los sagrados textos constitucionales, ahora la Constitución no aparece sino como el mediocremente ordenado conjunto de reglas del «juego» superestructural de los poderes jurídico-políticos, al que se dedican, en medio de una cierta indiferencia por parte del público, quiero decir del pueblo, gobernantes y parlamentarios. Los tiempos cambian.Pero en este mundo -y también en el otro, al menos según el pelagianismo práctico, tan extendido entre los católicos- todas las cosas tienen su precio y, naturalmente, el «milagro Suárez» también. Ese precio es justo que lo paguemos todos los que, cuando menos por omisión, por pasivo conformismo, aceptamos la reforma continuista y renunciamos a la ruptura. Los titulares del nuevo régimen fueron, casi sin excepción, colaboradores activos del franquismo, y los relevados de los puestos de Gobierno conservan, sin ninguna excepción -a ese precio abdicaron, claro-, sus viejas prebendas, con frecuencia dobladas de otras nuevas, y, por supuesto, la posición socioeconómica a la que lograron encaramarse. Si el Gobierno apenas ha cambiado, la administración del orden público sigue siendo la misma. La mayor parte de los gobernadores civiles -puestos eminentemente políticos- proceden de la clase política franquista y muchos de ellos -los que menos brillante carrera han hecho- fueron ya gobernadores del franquismo. Hace tiempo escribí que la monarquía que, sin duda, iba a restaurarse, habría de ser fundamentalmente de no-monárquicos. Mucho más sorprendente es el hecho de que nuestra democracia haya sido administrada, hasta ahora, por hombres a los que, antes de la muerte de Franco, nadie les conoció la menor veleidad democrática.

Ya he escrito muchas veces que la política -y la vida- es «representación». Nuestros gobernantes, desde que murió Franco, aceptaron muy gustosos el papel de demócratas. Pero para que el «espectáculo» no pudiese ser denunciado como «farsa» necesitaban, a modo de credenciales, el reconocimiento como tales de la izquierda, a cambio del cual podían ellos otorgar el reconocimiento de la Oposición. Y así se hizo. Se logró el pacto de la Moncloa. UCD, para lograr credibilidad democrática, necesita mantenerse alejada de AP, aparecer como casi de izquierda, siendo de derecha, y cubrirse con piel de socialdemocracia, y todos los interesados participan en la representación. Es verdad que los jóvenes no se creen el «cuento», pero, salvo unos pocos, se alejan de la lucha política y se entregan a una escéptica transgresión de. las viejas normas sociomorales de la vida cotidiana.

Es lástima que esta instalación leibniziano-postfranquista en el mejor de los mundos posibles se vea gravemente perturbada. ¿Por quién? Por las «dichosas» nacionalidades y por el terrorismo. Son dos problemas diferentes, aun cuando, con frecuencia, unidos.

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Examinémoslos separadamente. No se diga que el Gobierno no hizo todo lo posible. Terminó por aceptar el término mismo tras repartir preautonomías, a modo de cortinas de humo, se pidiesen o no, y logró que Tarradellas antepusiese Suárez a Azaña en cuanto a sensibilidad para el catalanismo. Pero los vascos, testarudos, carentes del seny catalán (barata psicología de los pueblos), no entraron en el juego. Durante el franquismo, declarada y sostenida por éste, se mantuvo un real estado de guerra y ocupación del País Vasco. Pese a la reforma, y pese a las elecciones, pese a la arrancada y, por ahora, puramente nominal autonomía, el Gobierno no ha logrado allí esa credibilidad que en otras partes se le ha regalado, en parte porque, a nivel provincial, los «representantes» eran peores «comediantes» que al nivel ministerial. ¿Significa eso que el pueblo vasco esté con ETA? Una parte de su juventud, aun cuando desapruebe sus métodos, se siente más afin a la actitud abertzale que al débil -débil como UCD- del PNV. El proyecto político etarra, emparedado el País Vasco entre España y Francia, en el ámbito de la Comunidad Europea, y bajo la implacable vigilancia de Estados Unidos, es inviable, insensato, «loco». Pero son muchos los «locos» en el mundo actual. La «apuesta» de Fuerza Nueva es la del golpe de Estado. ¿Cuál es la «apuesta» de ETA? Obligar, por la violencia, a ceder a un Gobierno central débil, y desbordar y «hacer marchar» por la violencia a un PNV tan débil, por lo menos, como él. Se reprocha al suarismo la ambigüedad de sus métodos. Pero «la esencia del suarismo es la ambigüedad», escribí hace meses, y es, por lo demás, evidente. Su precaria autoridad, como democrática que pretende ser, se basa en el consenso de la izquierda, no posee otra, ni, consiguientemente, puede gobernar -lo que se dice gobernar- más que de acuerdo con ella. Lo que sí puede es mantenerse en el Poder. Y en eso se agota su proyecto político. Entretanto, y pese a que la «guerra» franquista tendría que haber terminado, las fuerzas del orden público se encuentran en el País Vasco exactamente tan incomunicadas con el pueblo como si operasen en país extranjero y, con demasiada frecuencia, operan como en país enemigo. Los vascos son obstinados, sí. Los hechos, también. Y contra la obstinación de los hechos de poco valen retóricas proclamaciones.

Por lo que se refiere al terrorismo, en estos días ha podido observarse que nuestra sombra de democracia es vivida como un «juego» al que va a ponerse fin, un juego para que nos lo quiten, para ser, de un momento a otro, destruido. Creo que la democracia no estará verdaderammente instaurada en nuestro país hasta que nadie nos llame por teléfono, como en los días pasados ocurría, para preguntamos qué va apasar, hasta que no estemos serguros de que, por muchos actos de terrorismo que se cometan, eso no puede poner en peligro nuestra democracia. El reflejo del qué va a pasar es, a la vez, residuo y simiente de franquismo. Del franquismo que sigue existiendo entre nosotros. Del franquismo que en mayor o menor medida, como temor o como deseo, casi todos llevamos todavía dentro. Del franquismo, residual o potencial, que no es sino el otro nombre de la reforma sin ruptura, el otro nombre del vergonzante continuismo enquistado en el sistema que vacilante, indecisa, transaccionalmente, nos gobierna. El otro nombre, en suma, de la falta de democracia participatoria, vivida, real, cosa nuestra, de todos los españoles.

Hablé no hace mucho del verdadero Poder, anterior a la Constitución, la estructura unitaria monarquía-ejército. Que este Poder esté demostrando que no va a pasar nada, incluso al precio de la vida de algunos de sus miembros y del riesgo de muerte que están corriendo permanentemente todos ellos, es no sólo una serena prueba de aceptación de la vía hacia la democracia, sino también el mejor modo, aunque el más doloroso, de disuadir a los antidemócratas de sus siniestros actos. Porque no soy belicista pienso que el modo más glorioso de morir no es matando, sino en defensa de la paz, en acto de servicio a todos los españoles, incluidos los que matan.

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