"Cumbre" de Bonn: la necesidad del optimismo
EL ACUERDO para luchar eficazmente contra el terrorismo constituye el logro más esperanzador de la cumbre económica que ha reunido en Bonn a los dirigentes de los siete países más industrializados del mundo occidental. En contra de lo que pudiera pensarse, no es esta una afirmación cínica, sino el suspiro de alivio al comprobar que, con todo, las conversaciones de Bonn no han ido tan mal como hacían presagiar las impresiones previas a su celebración.Tres referencias bastarán para justificar esa situación de pesimismo inicial. El día 10 de julio (la conferencia se inició el 16) el director de la Oficina Central de Planificación Japonesa y principal asesor económico del primer ministro, Fukuda, acusaba al presidente Carter de llegara Bonn con las manos vacías, así como de permitir que la economía americana navegase a la deriva, falta de una dirección enérgica. Tan severas y poco diplomáticas críticas no fueron, sin embargo, las únicas. El presidente Giscard no mostró el menor empacho en indicar, en unas declaraciones a Le Monde, que la reducción de las importaciones americanas de petróleo constituía un requisito previo para la mejora de la economía mundial, calificando su derroche de oro negro como la fuente principal del déficit de la balanza de pagos americana y, por ende, de los conflictos monetarios internacionales.
Giscard apuntó igualmente la conveniencia de que Japón redujese su enorme superávit comercial, estimado para el año 1978 en unos 24.000 millones de dólares; es decir, 4.000 millones más que todos los pagos exteriores que en 1977 realizó la economía española. En este último Punto coincidió con su colega americano, quien horas antes de salir de Washington y pensando que la mejor defensa es un buen ataque, afirmó que no sólo Estados Unidos había reducido sus importaciones de crudos respecto a 1977, sino que el origen del déficit comercial se debía a que la economía americana adquiría demasiados productos alemanes y japoneses.
Con estos antecedentes a la vista hay que congratularse de que los siete grandes hayan llegado a un acuerdo general sobre los temas capitales de crecimiento económico, energía y lucha contra la inflación. Además, y ello supone una novedad importante respecto a la última conferencia cumbre, celebrada en Londres en mayo de 1977, cada una de las naciones participantes se ha comprometido a luchar para conseguir unos objetivos específicos. Así, el presidente americano indicó que tomaría medidas para reducir las importaciones en general y las de petróleo en especial; Japón limitará sus exportaciones e incrementará sus importaciones; Alemania introducirá medidas para reactivar su economía; Francia aumentará su déficit fiscal al tiempo que refuerza sus medidas antiinflacionistas, etcétera.
¿Qué posibilidades reales existen de que esas promesas se traduzcan en un plan eficaz que saque a la economía mundial de la depresión en que se halla sumida desde 1974? La primera sospecha es que algunos de los participantes en la conferencia han preferido no hacer públicas sus diferencias. El caso más claro sería el de Estados Unidos y Alemania; Carter no criticaría en el futuro la ausencia de una política reactivadora por parte de Schmidt a cambio de que éste silenciase la necesidad de tomar medidas para reducir las importaciones de petróleo, al menos hasta la celebración de las elecciones al Congreso americano el próximo noviembre. El otro punto oscuro es el del análisis de las posibilidades de que esas medidas, interdependientes pero muy particulares de cada país, ejerzan el efecto conjunto que de ellas se espera. Aquí existen dos planos: el de lo deseable y el de lo posible. De acuerdo con el primero, el canciller Schmidt y sus invitados debían haber llegado a un acuerdo cuyas líneas maestras hubiera sido el siguiente: Alemania Federal y Japón actúan por fin como verdaderas «locomotoras» y propician una expansión económica general; a cambio de ello, Norteamérica reduce sus importaciones de petróleo y presta la debida atención a la evolución del dólar en los mercados de cambios, interviniendo si es necesario para evitar su depreciación; simultáneamente, Francia, Japón y el Reino Unido se comprometen a derogar las medidas proteccionistas adoptadas y, por último, los siete países incrementan su ayuda económica a las naciones pobres, reforzando de este modo su posición cara a las próximas negociaciones con los países árabes sobre el precio del petróleo.
Pero este plan, lleno de buenas intenciones y de irreprochable lógica económica, tiene muy pocas posibilidades de materializarse. Tras las promesas de Bonn puede imponerse el peso de las realidades de cada país y la prudente táctica de esperar a que otros cumplan su papel para empezar a realizar el propio. Si ello fuese así la única esperanza residiría en que Europa tomara la iniciativa y comenzase a presentarse como la alternativa de poder económico mundial que realmente es.
En este sentido los acuerdos adoptados por los dirigentes de los nueve países de la Comunidad Económica Europea en Bremen suponen un motivo razonable de esperanza. Es posible albergar dudas sobre la efectividad de la futura zona de estabilidad monetaria y del éxito de la unidad monetaria europea -no en balde la historia de este tipo de intentos se remonta a diciembre de 1969-, e incluso cabe pensar que el interés de Schmidt por este tema coincide sospechosamente con la conveniencia de traspasar a otras divisas parte del peso de la lucha contra las consecuencias de la depreciación del dólar, hasta ahora soportadas en solitario por el marco alemán. Lo cierto es que, no obstante, la situación de debilidad permanente que desde hace años padece el dólar hace imprescindible la creación de una moneda de reserva alternativa. El que Europa sea capaz de asumir tan pesada pero provechosa carga dependerá en gran parte de su interés por unificar paulatinamente sus políticas económicas. De todas formas, la situación económica internacional es tan preocupante que no cabe más respuesta al pesimismo que el optimismo.
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