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Las divisiones de la sociedad

Ahora se nota una separación grande de los hombres no sólo por clases y estamentos, también por edades y estados. A los adolescentes se les ve en algunas capitales dictar la ley de la calle, andando a pedradas con los guardias e injuriándoles. Los estudiantes deliberan verbosamente, sin ahorrar saliva para la vejez. Los casados celebran unas reuniones, para mí ininteligibles, en que van juntos a cenar cinco o seis hombres con cinco o seis mujeres, en parejas, todos ellos de una acreditada felicidad conyugal. Los banqueros se reúnen con los banqueros, los artistas con los artistas, los profesores con los profesores. Debe haber otras reuniones homogéneas de gente con intereses comunes: viudas, estanqueros, sacerdotes. El grupo, homogéneo ante todo. La solidaridad de grupo llega a que también se expresen como tal los homosexuales masculinos y femeninos en la búsqueda de estatuto. ¿ Por qué no?No forman sectas cerradas los filatélicos y los partidarios de un equipo de fútbol? La consecuencia más grave de esta ordenación social sería, científica superdurkhimiana, que el individuo actúa como un autómata ante un solo estímulo o simple señuelo. Para los difíciles de clasificar, para los que pertenecemos a la categoría de «raros y curiosos» (no por eso con precio. como ocurre con los libros), la consecuencia más palpable es la de que la sociedad moderna nos resulta de un aburrimiento desesperante. No parece, además, que debe semejarse a las sociedades primitivas, con sus compartimentos estancos, sus ritos de iniciación y de pasaje, sus reglas hechiceriles para todo. No. No estamos en el siglo XVIII. No veremos ya a la marquesa otoñal flirtear con el apuesto teniente, ni a la jovencita recibir con languidez los homenajes del viejo académico o del mariscal octogenario. Incluso los poetas se reunirán en grupos, constituidos en generaciones: del 27, del 37, del 57 o del 67... izquierda y derecha.

Dónde está el terceto, cuarteto o quinteto de gentes heteróclitas? En ninguna parte. Hay que deplorar este primitivismo feroz e institucionalizado. Los niños, a tirar piedras; los jóvenes, a deliberar, los casados, a cenar. Los viejos... los viejos a ninguna parte, porque ni siquiera pueden mandarnos a la m... Ya estamos en ella. Y bien dentro.

Si esta sociedad tecnocrática no cambia de derrotero y no sacrifica algo de su rigidez fabril y febril, va a existir solo como un puro sistema de presiones y tensiones de una estupidez elemental. ¿Pero quién ve esto? Todos tocamos, más o menos, las consecuencias, pero nadie ve la raíz del mal, la radix staltitial, que decía el poeta Rutillo lamentando la decadencia de Roma en su época y señalando la raíz nada menos que en el cristianismo. Nietzsche, por su parte, pensaba que la música alemana del siglo XIX, atormentada, gimiente, egolátrica y plebeya a la par, llena de cosas turbias, reproducía las oscuridades del alma burguesa y que la melodía clara y limpia se .había perdido al caer el antiguo régimen. La tesis es apasionada: pero si el filósofo veía que la actuación de la burguesía del XIX suponía una pérdida del sentido melódico de la vida, ¿le la dulzura del vivir que decía el viejo zorro diplomático, habrá que reconocer que hoy estamos en un momento en el que toda melodía ha desaparecido y que no se oyen más que los ruidos de los niños, de los jóvenes, de los viejos, de los banqueros o los empleados, que a la vez que se miran al ombligo mutuamente se deleitan con los ruidos que puede emitir su organismo. Hoy es más importante el cantor que lo cantado: el cantor con sus melenas, sus gafas, su alcachofa y su ego más desarrollado que el de todos los grandes tenores juntos: aquellos que cantaban La Favorita a nuestros extasiados abuelos.

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Romanticismo y, por tanto, culto al yo de un lado. Primitivismo de otro, metiendo el yo en un ámbito con otros parecidos.

Porque el yo de uno solo resulta enano y los demás pueden proporcionarle unos zancos para andar juntos y demostrar la propia altura. «Es usted un reaccionario», dirá alguien al leer esto. ¿Porqué? En nuestra época tanto han valorado las agrupaciones por estamentos, edades, etcétera, las derechas como las izquierdas. La idea de que la juventud es un elemento con el que hay que contar para cosas problemáticas tanto la tienen las unas como las otras. Este es -a mi juicio- un signo de inseguridad parecido a aquel que hacía que al joven hijo del tirano de turno, puesto por unos soldados en rebelión continua, se le diera el título de Princeps Juventutis, mientras que a la mamá se le daba el de Mater Camporum. Elementalidad. Lo que menos puede agradar ya. No soy un reaccionario, soy un hombre con pretensiones de civilizado al que le gustaría que en reuniones discretas tuvieran su sitio los jóvenes y los viejos, los solteros y los casados, los ingenieros y los poetas, los elegantes y los descuidados en el vestir. Que no hubiera barreras de estamentos, edades, etcétera.

«Ahí van los quintos del 78.» ,Pobre espectáculo, mísero espectáculo de aldea! Ahí está Voltaire diciendo una cuchufleta a una niña de quince, mientras la casada habla con un pisaverde y el abate da palique a la señora mayor. Eso era otra cosa. Eso no hemos hecho más que leerlo con envidia. En cambio, no nos la ha producido la lectura de un texto etnográfico cualquiera de los que describen cómo pasan los adolescentes a las asociaciones juveniles y celebran determinados ritos con máscaras terroríficas mientras los viejos se quitan las cascarrias al sol. Esto lo vemos cerca y es aburridísimo. Lo mismo si se canta la canción de Lorenzo de Médicis invocando la primavera de belleza que si se canta el himno de las juventudes socialistas.

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