Constitución y democracia
El proyecto de Constitución ha superado una etapa del complicado proceso ideado por la ley de Reforma Política. Etapa importante y tal vez decisiva, ya que del «disciplinado» Pleno del Congreso y de la obligada sumisión del Senado poco se puede esperar en orden a la introducción de reformas sustanciales. Es posible que se mejore algún punto incluso de cierta trascendencia; pero el conjunto difícilmente dejará de poder considerarse como uno de los menos afortunados ensayos de nuestra accidentada historia constitucional.Ya sé que no faltarán cuando la reforma se apruebe elogios a la obra de las Corte y a la consolidación de la democracia que supone el hecho de dotar a España de una ley fundamental.
Por eso mismo estimo de interés poner de manifiesto desde este instante hasta qué punto el proyecto que está en el telar no responde a las exigencias de la instauración de un verdadero régimen democrático.
La democracia no existe en un país porque se proclame en textos escritos o en declaraciones verbales. Han de ser las instituciones fundamentales las que establezcan los supuestos básicos de la vida democrática y permitan su normal desenvolvimiento.
Una democracia que no sea meramente verbalista exige tres cosas:
Que la consulta a la nación para la elección de los organismos representativos esté libre de toda clase de presiones por parte de los órganos que encarnen el poder ejecutivo.
Que el procedimiento electoral garantice que las Asambleas deliberantes reflejen con la mayor exactitud posible los votos de los electores.
Que los mecanismos, constitucionales permitan que un poder arbitral o una iniciativa de los propios ciudadanos corrijan el divorcio que al correr de los acontecimientos pueda producirse -y de hecho casi siempre se produce- entre la opinión pública expresada en las urnas y política de las Cámaras desarrollada mediante la aprobación de las leyes y el apoyo a la obra de los Gobiernos. Nada de esto está garantizado ni por el proyecto de Constitución ni por las razonables perspectivas que se derivan de los pactos y maniobras que han presidido su alumbramiento.
Si la imparcialidad gubernativa estuvo lejos de caracterizar las elecciones de junio del pasado año, ya se dibuja con suficiente nitidez el panorama de la nueva consulta al pueblo. El proyecto constitucional se ha preocupado de que, con una institución monárquica reducida al papel de simple magistratura honoraria, no haya en un porvenir próximo e incluso medianamente remoto, más Gobiernos posibles que el actual u otro parecido que se asegure los votos rurales -ya que los de los grandes núcleos de población darán sus sufragios a los partidos marxistas-, mediante la utilización sin escrúpulos de un medio tan poderoso de penetración en la sociedad como es la televisión, o por medio de la intervención de las autoridades gubernativas, que tan positivos resultados dieron el 15 de junio de 1977. El señor Martín Villa, siempre a salvo en los naufragios del orden público, es la mejor garantía de que la UCD colmará sus grietas gracias al cemento consolidador de los beneficios del poder. El dogma de que las consultas al pueblo las gana siempre el que manda no fallará en las próximas elecciones. ¡Es nuestra triste tradición de siglo y medio!
La enemiga de la mayoría de nuestros constituyentes a la implantación de un sistema electoral proporcional es una prueba más de la preparación del futuro triunfo del actual grupo gobernante y de su fiel aliado que aspira a gobernar, tal vez sin demasiada prisa por ahora.
Los sistemas electorales que de un modo u otro den una fuerte prima a la mayoría son en plazo no muy largo el instrumento más eficaz de desequilibrio de un régimen.
La ley electoral que rigió las elecciones de la República fue una de las causas de su ruina, al favorecer la creación artificial de bloques mayoritarios enfrentados, que no reflejaban la verdadera fisonomía de la sociedad.
Una pequeña diferencia de votos podía en unas cuantas grandes circunscripciones volcar artificiosamente el triunfo en toda la nación a favor de un grupo o de una coalición sin verdadera mayoría en el país. En las elecciones de febrero de 1936, en la provincia de Valencia el Frente Popular tuvo 140.943 votos, y la coalición de derechas, 140.561. Es decir, que la diferencia a favor de las izquierdas sólo fue de 382 votos. En cambio, el sistema electoral hizo que las izquierdas obtuvieran diez escaños en las Cortes y las derechas tres. Y no fue éste el caso único. En Huesca, por ejemplo, 4.000 votos de diferencia adjudicaron cuatro puestos a las izquierdas y dos a las derechas. En Jaén, 2.000 votos de mayoría dieron al Frente Popular también diez actas y tres a la coalición derechista. El resultado fue -después de las desvergonzadas falsificaciones llevadas a cabo por los gobernadores de Portela Valladares en circunscripciones de muy elevado censo y aun admitiendo las cifras globales de historiador tan poco imparcial como Ramos Oliveira- que el Frente Popular con 4.540.000 votos, ocupó en las Cortes 266 escaños, y el Frente de Derechas, con 4.300.000 votos, no obtuvo más que 153. Con un sistema electoral más justo España no se hubiera partido por gala en dos, y la guerra civil tal vez se hubiera evitado.
La representación proporcional asegura, en la medida de lo posible, la adecuación entre la voluntad de los ciudadanos, expresada en los comicios, y la composición de los cuerpos elegidos. Un sistema proporcional con aprovechamiento de los residuos en una lista nacional evitaría esos bandazos peligrosísimos e impediría el sacrificio implacable de las minorías -que pueden serlo sólo transitoria y circunstancialmente- en provecho de mayorías artificiales o de partidos que hayan pactado en la sombra el reparto de la voluntad del pueblo.
Y no vale objetar que los sistemas proporcionales favorecen la fragmentación de los partidos y con ello la inestabilidad política. En las elecciones de 1936, celebradas con arreglo al más arbitrario sistema de mayorías, en vigor desde 1931, lucharon 32 partidos. En las de 1977, con el absurdo sistema D'Hont entró en liza un número parecido de grupos. En cambio, el sistema proporcional, racional y justo de Alemania Federal ha conducido al país sin violencias ni arbitrariedades a uno casi bipartidista.
Nuestros actuales constituyentes han rechazado el principio proporcional, auténticamente democrático, para reafirmar el sistema de 1977, que tan fecundas perspectivas ofrece a la perduración del caciquismo.
Por último, la Constitución no se ha preocupado de asegurar el funcionamiento de los mecanismos susceptibles de corregir el divorcio entre electores y elegidos, que con tanta frecuencia se produce en el curso de los períodos legislativos.
Al cabo de unos meses de funcionamiento de las Asambleas deliberantes, sobre todo si su actividad es tan trascendental como la de elaborar una Constitución, es frecuentísimo que se produzca ese divorcio entre la voluntad de los ciudadanos, formada sobre las declaraciones programáticas de los partidos, y la realidad de la política desarrollada por los candidatos elegidos. El contraste entre las etiquetas y las estructuras partidistas de la campaña electoral, las actuales rectificaciones doctrinales, la contradanza de fusiones, las reorganizaciones internas de los grupos y el deslizamiento de unos u otros a derecha o a izquierda, lleva a la conclusión lógica de que lo que hoy dicen representar los parlamentarios no es precisamente lo que quisieron sus electores el día que les eligieron.
Ese desfase, si las Cortes no tienen un período cortísimo de vida, como preveía el proyecto de Constitución Federal de 1873, es de ordinario inevitable y se corrige o mediante una iniciativa de los propios ciudadanos, que provocan una prueba de sinceridad representativa por la vía de la democracia directa, o por la acción del poder moderador, que acuerda la disolución de las Cámaras. Es esta arma peligrosa cuando se abusa de ella; pero cuando se utiliza con prudencia puede restablecer en un momento dado la adecuación de la voluntad popular y de la actuación parlamentaria.
El proyecto constitucional cierra los dos caminos. Huye de la democracia directa, de la que sólo admite la forma más atenuada y casi inoperante del referéndum consultivo, y limita al máximo las facultades del Rey, a fin de que, una vez aprobada la Constitución, quede consagrada la omnipotencia de las actuales oligarquías parlamentarias.
Pero tema es éste último que justifica un más amplio comentario.
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