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Reivindicación de la belleza pagana

La belleza es sólo un instante. La construcción de la ciudad, en base a la sucesión escarchada de bellezas, es lo que intenta Luis Antonio de Villena en este libro de tránsito, de viaje interior y de máscaras. La belleza más pagana, más precisa, la que se revela un momento de los cuerpos y se enciende, algo más allá que una espalda o una crencha: la sensación de belleza, física, carnal, revelada.Pasan por el libro figuras apenas ocultas por esa ropa desnuda de la sabiduría estilística, de la descripción clásica ajustada a los tópicos -en el sentido más técnico de la palabra- Los adolescentes de El viaje a Bizancio gozan de esos atributos fácilmente reconocibles que les apartan de la personalización para convertirles en estilizadas sensaciones o deseos, en mitologías sutiles, en apenas dibujos ligerísimos y fugaces.

El viaje a Bizancio

Luis Antonio de Villena.Ed. Provincia. León, 1978.

La belleza -persecución implacable del poeta, romántico voluntario y confeso- es fugaz. Y no precisamente en el sentido de los viejos carpediem, pero también en ese, porque hay en todo el libro, arrastrado por la constancia del deseo, y casi oculto por el tono reflexivo y por la máscara múltiple del artificio, una sensación del tiempo que escapa y, por él, de la muerte. El instante como éxtasis, como supresión del tiempo, y la reflexión aterrada y aterida en torno a esas verdades del poeta que son la juventud y la belleza, nada eternas y, por eso, mucho más deseables, objeto al fin del tiempo y de la musa.

Bizancio, la ciudad mítica de Yeats, contempla mientras se construye en este largo poema de Villena, cómo la transcurren esos ángeles sexuados y sin tiempo, cómo van constituyendo el viaje al infinito, a la fuente del amor y de la carne, a la referencia cultísima y casi oculta por la voluntaria lengua críptica, por la aparente simplicidad sintáctica y por la acumulada, barroca, sensualidad.

La lengua es, siempre, el material y objeto del poema. Aquí, unas sutiles rupturas de los versos enriquecen la apariencia visual de clasicismo para introducir esa extraña sensación de vacío, de desconcierto estético propia de la modernidad. De ahí, y de la belleza aparentemente alejada de referencias biográficas de esa lengua muy verbalizada a veces, muy objetual otras, surge el goce estético, inocente y profundo de estos poemas. Poemas que, a veces, son prosas cortadas, versículos, relato de espacios. La apariencia visual de los poemas, pues, es una máscara más que remite a otras lecturas, a otros maestros, y que es necesario recorrer con la vista para sentir esas crispaciones especiales, donde se quiebra lo esperado. A veces, el ritmo que se espera y no se respeta. Otras, la misma consecución de los conceptos que va a la sorpresa.

Algo más: la sucesión de tankas que el poeta asegura haber traducido son como finos dibujos descriptivos, como ligeros, aéreos momentos: una pincelada más para redondear el romanticismo que quiere Villena, y que al fin, como demuestra Octavio Paz, es la base misma de la modernidad. Con este libro, que es en su creación el segundo cronológicamente de su autor, Luis Antonio de Villena se revela como un joven maestro, el último y uno de los más originales de esa generación pos-social que cuenta con media docena de nombres, alrededor de la treintena, que ya son valores fijos.

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