El presidente de Francia y la España democrática
NINGÚN DEMÓCRATA español podrá olvidar la inequívoca significación, favorable al restablecimiento de las libertades en nuestro país, del viaje del presidente Giscard d'Estaing a Madrid en noviembre de 1975 para asistir a la proclamación de Don Juan Carlos como Rey. Durante estos tres años, el tiempo histórico ha transcurrido con tal celeridad y ha producido tan sustanciales cambios en nuestra vida política que ese importante gesto del primer mandatario francés parece pertenecer a un ya lejano pasado. Este segundo viaje oficial tiene objetivos bien distintos: la devolución del que hiciera el Rey Juan Carlos en octubre de 1976 y el intercambio de opiniones entre los dos jefes de Estado, para estrechar lazos y negociar los eventuales conflictos entre dos países vecinos a los que vincula una historia común de colaboraciones y de enfrentamientos, y que se fundamenta en instituciones democráticas comparables. La incorporación de España a ese reducido islote de países que organizan su vida política sobre las libertades y el pluralismo, forzosamente trae consigo un replantea miento de nuestra política exterior. Nuestra nación ha dejado de ser -o para ser más exactos, debe dejar de ser- ese socio vergonzante, con deberes, pero sin derechos, de Estados Unidos y de los grandes países europeos -Francia entre ellos- al que la satelitaria estrategia del franquismo, preocupado tan sólo por la pervivencia del régimen, nos condenó. En este sentido, la ayuda dada, en el pasado, por el presidente Giscard d'Estaing al restablecimiento de la democracia en España es doblemente elogiable; porque fue prestada con la plena consciencia de que la transformación de nuestras instituciones necesariamente daría lugar a un cambio en la naturaleza de las relaciones entre los dos países, que pasarían del modelo de la dependencia al de la igualdad.
La estrecha colaboración con Francia es uno de los ejes de la nueva política exterior que, aunque con titubeos, errores e inconsecuencias, viene perfilándose en los dos últimos años. España precisa del apoyo de la nación vecina para ocupar el lugar que le corresponde, por derecho, en la comunidad europea. Sin embargo, precisamente el país que podría servir de intermediario privilegiado de España frente al Mercado Común es un foco de grandes reticencias ante nuestro ingreso en la Comunidad. Las frases de solidaridad hacia el pueblo español y el proclamado internacionalismo y europeísmo de los dirigentes comunistas y socialistas galos se da a la fuga ante la perspectiva de perder votos en el medio rural francés, hostil a la incorporación de nuestros productos al mercado europeo. Y no sólo los intereses agrícolas se sienten amenazados; aunque en mucha menor medida, también sectores industriales franceses actúan. como grupos de presión para deflacionar la solidaridad política en favor de la ampliación del Mercado Común y el ingreso de España, Portugal y Grecia.
No es éste el único contencioso posible en nuestras relaciones con Francia. Los emigrantes españoles han contribuido, durante la etapa de expansión europea, al desarrollo de la nación vecina en condiciones de empleo, seguridad social e ingresos en ocasiones abiertamente discriminatorias. En poco o en riada ayudó la demagogia de cuño gironista a proteger a nuestros trabajadores emigrados. Ahora, la recesión generalizada amenaza con hacer de estos compatriotas las primeras víctimas de los planes de reestructuración de la economía gala. Los continuos y penosos conflictos con los pescadores españoles que faenan en el golfo de Vizcaya no siempre son producidos por la intención culposa de invadir aguas jurisdiccionales extrañas, y concluyen, en ocasiones, con la aplicación prepotente de una sentencia en la que las autoridades del país vecino se constituyen a la vez en juez y parte.
Aunque se hayan dado últimamente pasos de rectificación, tampoco el Gobierno francés ha extremado su celó a la horade poner fin a los «santuarios» y a la impunidad práctica de la que han dispuesto los terroristas en el País Vasco francés. Los deseos de no complicarse la situación propia en el departamento de los Pirineos atlánticos pudieron encubrirse, durante la época franquista, con la justificación de que los activistas de ETA eran combatientes políticos en lucha contra el fascismo. Pero la nueva etapa-abierta en España desde la proclamación del Rey Juan Carlos priva a ese argumento de cualquier base, incluida la puramente exculpatoria. ¿Qué diría el Gobierno francés si los terroristas del movimiento bretón, que acaban de destrozar un ala del palacio de Versalles, encontraran una acogida, si no benevolente, al menos neutral, en Gran Bretaña?
España es la única potencia europea que comparte con Francia la doble condición de nación atlántica y mediterránea. Los supuestos estratégicos de defensa de los dos países se centran también en áreas coincidentes. En cambio, nuestras preocupaciones y nuestros intereses en Africa tan sólo se solapan con los franceses. Para España, metida por los errores del franquismo, por las maniobras ajenas y por la debilidad endémica de nuestro servicio exterior en el avispero del norte de Africa, la cuestión central es no verse involucrada en un conflicto regional que fácilmente podría transformarse en internacional, y acabar con el chantaje del que son víctimas las Canarias. Francia, en cambio, aspira a desempeñar un papel hegemónico, no sólo en el Magreb, sino en todo el continente, como demuestran las intervenciones recientes en Zaire y en Chad. España, por esta razón, debe distinguir muy bien entre la necesaria colaboración con la diplomacia francesa para llegar a acuerdos pacificadores en el Magreb, entre Argelia, Marruecos y Mauritania, lo que necesariamente implica un arreglo razonable de la cuestión del Sáhara, y la estrategia continental del país vecino, en cuyo planteamiento nada se nos ha perdido y en cuya ejecución podríamos salir trasquilados.
Este grupo de cuestiones lleva, de forma inevitable, a las grandes líneas de nuestra política militar. Es bien sabido que Francia tiene una importante industria de armamento y que se halla interesada en contar a España entre sus clientes. El trato para la adquisición de 48 Mirages, valorados en cerca de mil millones de dólares, está ya prácticamente cerrado, al parecer, sobre la base de concesiones a determinados. productos industriales españoles. Las especiales relaciones de Francia con la defensa conjunta europea podría ser, para el país vecino, un modelo generalizable a España, pero difícilmente aceptable para nuestros intereses. Pero, en cualquier caso, el replanteamiento de nuestra política de alianzas y de nuestra estrategia defensiva, incluidas la importación y fabricación de armamento, necesita una etapa de reflexión y exige escuchar las voces de la representación parlamentaria.
España no puede ser ya objeto de atención temporal y manejo instrumental por parte de Francia. Nuestro país tampoco debe ser un apéndice asentidor de hechos consumados. Abierta favorablemente a todas las manifestaciones de la sociedad francesa, cuya cultura nos ha permeado e influido durante siglos, España confía en que esta visita del presidente Giscard d'Estaing posibilite unas relaciones instaladas sobre bases diferentes, más iguales y más justas. El desarrollo económico inducido por la prosperidad europea durante la década de los sesenta, nos permite aspirar a dejar de ser simples exportadores de sol para turistas y de mano de obra barata para la industria europea. El restablecimiento de la democracia implica, también, la desaparición de los sentimientos de inferioridad o culpabilidad ante el resto de las comunidades civilizadas. Nuestros derechos a ingresar en Europa descansan no sólo en tradiciones históricas y en hechos geográficos, sino también en las promesas que recibió durante el franquismo el pueblo español de quienes ahora parecen retroceder ante el temor a una pérdida coyuntural de votos. Nuestra absurda política en el norte de Africa, desde comienzos de siglo, donde hicimos tareas y recibimos compensaciones propias de segundones, tuvo un trágico desenlace; sin el Ejército de Africa, que libró una miniguerra colonial cuya inutilidad ha sido demostrada por la historia, el conflicto de 1936 quizá no se hubiera producido. Sería lamentable ahora que nos dejáramos arrastrar de nuevo en aventuras para objetivos que no conocemos y cuyas implicaciones últimas no dominamos. Consolidar nuestra democracia, vivir en paz con nuestros vecinos, recibir apoyo para evitar que el loco chantaje contra Canarias tenga mayores consecuencias, ingresar en Europa y establecer relaciones en pie de igualdad con las naciones amigas: tal puede ser la tabla de propósitos que la opinión pública española puede hacer llegar al presidente Giscard d'Estaing.
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