El estatuto de refugiado político
LA CONGRUENCIA entre el contenido político de un Estado democrático y su acción exterior es difícil de lograr. La política internacional forma un tejido de intereses estratégicos, militares, geopolíticos y económicos sobre el que no siempre pueden dibujarse posiciones de principio claras y tajantes. Y, sin embargo, la aceptación de límites objetivos a la acción exterior democrática, establecidos por el comercio y las alianzas, o nacidos de vinculaciones históricas que se hallan por encima de las contingencias políticas, no excluye que la nueva España democrática tenga que plantearse sustanciales modificaciones en su política externa. En este terreno, adquiere particular importancia la dirección de nuestra acción exterior sobre Latinoamérica, con la que nos une el pasado, el idioma y la cultura. Porque si bien el hispanismo de charanga y pandereta del franquismo fue un ácido corrosivo de la seriedad y dignidad de ese proyecto histórico, los esfuerzos por hacer viable una comunidad de los pueblos que hablan nuestra lengua debe ser uno de los ejes directivos de nuestra política internacional.Los objetivos a largo plazo, los proyectos de cooperación técnica y el mantenimiento de la comunicación entre los pueblos por encima de sus regímenes excluyen, obviamente, que el Estado español renuncie a los usos de la diplomacia tradicional y retire su reconocimiento a Gobiernos impuestos por la fuerza de las armas a sus pueblos. Sin embargo, la acción exterior no siempre discurre por los cauces del ministerio especializado en esa tarea. De un lado, la petición dirigida al Gobierno por el Congreso, el pasado 7 de junio, para que se interese por lbs «desaparecidos» en Chile y solicite de las Naciones Unidas el cumplimiento de las resoluciones sobre protección de los derechos humanos es una forma de hacer patente la solidaridad española con las víctimas de la dictadura de Pinochet. De otra, nuestro país puede convertirse en el salvavidas de todos cuantos huyen del Cono Sur. Y en este aspecto, forzoso es reconocer que no estamos a la altura ni de la deuda histórica contraída con los países iberoamericanos que acogieron, en 1939, a nuestro exilio, ni de los deberes políticos que la aceptación de los valores democráticos trae consigo.
No hay estadísticas fiables de los exillados argentinos, chilenos y uruguayos instalados en nuestro país. Las cifras parecen oscilar entre un mínimo de 50.000 y un máximo de 100..000. Tampoco es posible establecer cuáles de ellos son simples emigrados y cuáles exiliados políticos. Ahora bien, para la sociedad española la distinción entre unos y otros debería ser inoperante. Si los ciudadanos de, países que han dado carta de nacionalidad y trabajo a millones de emigrantes españoles piden ahora un puesto al sol en nuestra sociedad seria una ingratitud histórica negárselo. Las injustificables cicaterías del Ministerio de- Trabajo a la hora de extender los permisos de trabajo (requisito, por lo demás, que una correcta interpretación de la orden ministerial de 15 de enero de 1970 haría innecesario), las desesperantes trabas del Ministerio de Educación para la convalidación de títulos académicos y el egosmo gremial de algunos colegios profesionales (entre los que el Colegio de Odontólogos se lleva la palma) para revalidar formalmente los derechos de sus colegas americanos constituyen otras tantas barreras que dificultan su incorporación a nuestro aparato productivo y a nuestro sector de servicios. Las lamentaciones acerca de la «fuga de cerebros» se convierten en una hipocresía cuando se niega a científicos y profesionales argentinos, chilenos o uruguayos la posibilidad de mostrar su capacidad, en régimen de abierta competencia, en sus respectivas especialidades.
Todavía más grave resultan las trabas puestas a la permanencia en nuestro territorio de los exiliados o emigrantes americanos. Las antesalas para la renovación trimestral de los permisos de estancia en las dependencias de la Dirección General de Seguridad, que obligaban muchas veces a los interesados a viajar a Portugal o Francia para entrar de nuevo en España ,tienen ahora el refuerzo de la circular 2.896, de 28 de abril de 1978, de la Dirección General de Asuntos Consulares, que apoya en «una serie de razones coyunturales de carácter económico y social» la reducción de «facilidades» para la permanencia de extranjeros en España y justifica las «invitaciones» de la policía a abandonar el suelo español. A partir de ahora, la estancia superior a noventa días exigirá un, visado previo y especial dado por el consulado español en el país de origen, que si bien no garantiza la prolongación del permiso excluye, en cambio, la posibilidad de obtenerlo a quien no disponga de ese requisito.
La crisis económica no puede servir de pretexto, repetimos, para negar la posibilidad de conseguir empleo a ciudadanos de países donde lo han obtenido millones de compatriotas nuestros. Las alusiones oficiosas a que la reciente emigración procedente del Cono Sur incluye hampones y mafiosos constituyen una excusa bochornosa, sólo comparable a los estereotipos racistas contra la emigración «latina» en los países anglosajones; la exis tencia de unas decenas de delincuentes entre miles de refugiados es un asunto que compete a la brigada criminal y que no se soluciona cortando la entrada de extranjeros, pues de otra forma tendríamos que suprimir también el turismo.
Por lo demás, el desesperante retraso del Gobierno en enviar a las Cortes el proyecto de estatuto del refugiado político es, seguramente, la causa principal de que, a estas alturas, no sea posible distinguir todavía entre simples emigrados y exiliados, ni tampoco responsabilizar a organizaciones de refugiados del respeto a las leyes españolas de sus miembros.
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