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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ceuta y Melilla como pretexto

LOS UNICOS problemas que no tienen solución o que sólo arrojan resultados absurdos son aquellos. que han sido mal planteados. En vísperas del viaje del presidente del Gobierno a Rabat es todavía dudoso que el contencioso de Ceuta y Melilla ocupe lugar en la agenda de las conversaciones con las más altas autoridades del Reino de Marruecos. Pero parece llegada ya la hora de hacer descender esa delicada cuestión del absurdo cielo de los temas marcados con el tabú en que los intereses de unos y el doctrinarismo de otros la han confinado. No es una tarea fácil ni cómoda. Todavía está fresca la tinta de los insultos con que la extrema derecha roció a Alianza Popular por las matizadas referencias incluidas en el Libro Blanco del Equipo Godsa acerca de la conveniencia de un diálogo con Marruecos sobre las dos plazas de soberanía; el señor Fraga tuvo que hacer un tragicómico recordatorio de su condición de teniente de complemento y de su disponibilidad para acudir al frente en caso de guerra a fin de apaciguar las aguas. Pero no todos los que tienen continuamente en sus labios los vivas a la Patria son los más patriotas. Las responsabilidades con la comunidad nacional implican muchas veces recordar hechos o predecir desarrollos que no siempre encajan con los esquemas preestablecidos o con los deseos.La cuestión fundamental y de principios respecto a Ceuta y Melilla es la defensa de los derechos de los españoles que habitan desde cientos de años en esas dos ciudades, y cuya prosperidad es debida básicamente a ellos. Desde hace varios siglos, súbditos de la Corona primero y ciudadanos españoles después han hecho de esas dos ciudades marítimas el marco para el desarrollo de sus trabajos, de sus actividades y de su vida familiar. Desde el siglo XVI hasta el presente, sin embargo, ha corrido mucha agua a través del estrecho de Gibraltar. Las naciones europeas han dejado de ser imperios, los países árabes se han liberado de la dominación colonial y han recuperado su condición de comunidades políticas independientes, y la política Internacional ha sido hegemonizada por grandes potencias ajenas al viejo concierto europeo. En el Magreb, Argelia ganó su independencia en 1962 tras una guerra dolorosa y cruenta con Francia, de la que era teóricamente un simple departamento administrativo. El caso de Marruecos nos es más próximo y conocido. El mismo hombre que ganó sus ascensos y sus condecoraciones en el norte de Africa combatiendo a los guerrilleros del Rif, sometidos a la autoridad del protectorado español, fue quien, años después, rubricó, como Jefe de Estado, sólo responsable ante Dios y ante la Historia, la orden de retirada de nuestro Ejército de Marruecos y reconoció la plena soberanía. Aquello se hizo, como todas las cosas de entonces, sin contar para nada con la opinión de los españoles, ni mucho menos la de los miles de familias de compatriotas nuestros avecindados en el protectorado. La ultraderecha vociferante de hoy no debe olvidarlo, porque fue ella la que protagonizó entonces el abandono sobre ese territorio del padre de Hassan II. Tras la ofensiva marroquí, en 1958, contra lfni, territorio ocupado por un cuerpo expedicionario en 1934, el mismo general Franco optó por la negociación y no por la guerra, y ese enclave fue entregado a Marruecos en 1969. Pese a que los catedráticos de Derecho Administrativo que asesoraban al dictador y al almirante Carrero creyeron poder resolver los problemas políticos de Ifni -y más tarde de Guinea (que alcanzó la independencia en 1968) y del Sahara- mediante la conversión de esos territorios africanos en provincias con el mismo status que Albacete o Guadalajara, las duras realidades de la política Internacional terminaron por imponerse. ¿Quién recuerda hoy sin sonrojo esa etapa de auto engaños y simulaciones en la que España reivindicaba la soberanía territorial de Marruecos y parte de Argel, convertía en provincias alejados territorios minoritariamente poblados por españoles, e igualaba política y administrativamente esas zonas con las tierras peninsulares e insulares que componen propiamente la nación española?

Evidentemente, Ceuta y Melilla no son territorios en los que una población indígena mayoritaria se halle sometida a una minoría colonizadora. Se trata de dos ciudades habitadas casi íntegramente, y desde hace centurias, por españoles. Pero tampoco su caso es comparable y homologable a las islas Canarias o a las islas Baleares. Son, a efectos geopolíticos, dos verdaderos enclaves situados en un territorio de soberanía extranjera y separados de España por el estrecho, sin un habitat rural lo suficientemente extenso como para hacer olvidar su condición urbana. La población autóctona no tiene parentescos culturales, políticos e idiomáticos con el entorno físico que le rodea. Pero vive de ese entorno.

Por otra parte, parece fuera de toda duda que la extrema derecha está manipulando el futuro de las plazas africanas de soberanía española como bandera política farisaica. No son los ceutíes ni los melillenses, ni siquiera el «honor nacional» que les llena la boca, lo que preocupa a la ultraderecha; su interés reside principalmente en la erección de obstáculos reales o imaginarios, deformados o hipertrofiados, en los que pueda tropezar el proceso democrático español.

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Así, quienes ahora se rasgan las vestiduras por el futuro de Ceuta y Melilla, que nadie ha hipotecado, olvidan que el contencioso sobre estos territorios no lo ha planteado la diplomacia española, sino la marroquí, ya hace tiempo, y ante las Naciones Unidas. A lo que parece, los turiferarios del franquismo siguen teniendo por señal de elevada inteligencia aquella anécdota del general que tanto les gustaba repetir: que sobre la mesa tenía dos carpetas, una destinada a recibir los problemas que el tiempo resolvería y otra recipiendaria de los problemas que el tiempo resolvió. Magnífica manera de dejar pudrir los problemas, esencialmente los internacionales, y en materia de descolonización, de terminar saliendo de mala manera y con prisas del protectorado marroquí, de lfni, de Guinea y del Sahara.

Ahora nuestra diplomacia no ha «inventado» el problema que Ceuta y Melilla plantean en las relaciones hispano- marroquíes. Exteriores trabaja en la búsqueda de soluciones viables, inteligentes, satisfactorias y honrosas, soslayando la fácil y mezquina carpeta de los problemas que el tiempo se encargará de resolver. Y en cuanto a la «internacionalización» de la que se viene especulando respecto a las plazas en el norte de Africa, los proyectos no pasan de buscar acuerdos para la utilización comercial conjunta entre Marruecos y España de algún muelle melillense, puerto por el que ya salen gran cantidad de mercancías marroquíes camino de Europa.

Defender los intereses y los derechos de los ceutíes y melillenses es un deber patriótico. Considerar que Ceuta y Melilla plantean el mismo problema que las Canarias es, simplemente, una aberración histórica y política comparable a la que cometieron Franco o el almirante Carrero en su política africana. No siempre la lógica es aplicable a los razonamientos políticos. Aun así, ¿cómo exigir negociaciones para dar una solución a la cuestión de Gibraltar y negarse, sin embargo, en redondo a considerar que las plazas españolas en el norte de Africa se hallan fuera de cualquier diálogo posible por los siglos de los siglos? Esta es la mejor manera de perderlo todo a cambio de nada. Pero, eso sí, la honra de las grandes palabras nos quedaría reservada. Nuestra historia está, desgraciadamente, llena de ejemplos.

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