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Tribuna
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El partido ancho y ajeno

Una pequeña minoría de argentinos, entre la que se incluye el eximio escritor y extravagente opinante que es Borges, debe estar al margen del delirio colectivo que se extiende desde Jujuy a la Patagonia. Un delirio que se ha ido hinchando, amasando desde la primera actuación de la selección blanquiazul, que ha hecho caso omiso a sus desiguales prestaciones del comienzo y que, como un alud, se ha desencadenado después de que con la media docena de goles a la selección de Perú, no sólo ha dado a la masa argentina, que adora el fútbol como en pocos países, la alegría de estar en la final del fútbol mundial, sino la de hacerlo con unas cartas credenciales como el aficionado sueña, con media docena de goles hermosos, con un juego arrojado e irruente que atomizó a la selección peruana haciéndola desaparecer de la cancha. Argentina es una fiesta y si la selección vence esta noche -noche española, por supuesto, y solamente teórica en nuestro verano adelantado de reloj- la fiesta durará mucho, mucho. El objetivo de la inmensa mayoría de los ciudadanos y el objetivo del Gobierno habrán coincidido.Pero si una final es la culminación de un Mundial, el interés que se enfoca sobre ella es más decisivo que el que existe cuando dieciséis u ocho selecciones están en liza. Para los que quedaron atrás a una u otra altura del Mundial en los sucesivos descartes de ocho y de cuatro selecciones, la final es un espectáculo lógico, pero ya rigurosamente intelectual, en el que interviene la cabeza y no el corazón. Contrariamente a lo que le pasaba al Julián de La verbena de la Paloma, aquélla interviene, pero la intervención corazonal está limitada ya a los argentinos y a los holandeses. Como es dificilísimo que en un encuentro de fútbol, aunque fuese de selecciones extraterrestres, haya nadie sin tomar partido, en la final de hoy habrá quien «tuerza» por los blanquiazules o por los «oranges»; selecciones, como tantas, vestidas con cachos de bandera. Habrá incluso ajenos que apuesten como apuestan los ingleses, por el gusto de apostar, pero la final de la cancha de hoy es un partido ancho, anchísimo, pero también ajeno.

Como no quiero imaginar la clase de frustración que experimentaría Argentina si su selección perdiese hoy la final, que sería la reedición de aquella final de Río de Janeiro de 1950, que sumió a Brasil en la agonía y que hizo que Pelé no pudiera considerarse enteramente realizado como futbolista hasta que, con él en la selección y ya veterano internacional pudo ganar a los uruguayos en México veinte años después, vengando la derrota que conoció en su hogar de «rapazinho», y como su fútbol está en alza y Menotti ha descubierto -nunca es tarde en fútbol si se gana- que Larrosa es indispensable hasta el sexto partido y porque, además, los argentinos se dejarán el alma en la cancha poniendo en práctica la cualidad del gaucho -o más bien del orillero bonaerense, según Borges, el antifutbolista- que es una infatuación del coraje, son para mi los favoritos. La estadística me socorre y de cinco ocasiones que la selección de casa ha jugado una final mundial, la ha ganado cuatro, en Montevideo, Roma, Londres y Munich, por lo que, según la ilustre y socorrida dama de los cálculos precavidos, la probabilidad de los argentinos es de un 80 %.

No sería esta la cota de jugarse en otro lugar y con árbitro menos paisano que lo que es un italiano en Buenos Aires. No ya en Ainsterdam, sino en la Europa del Mercado Común o fuera de ella me parece que el fútbol holandés tendría mayor perspectiva que tendrá hoy en la cancha del River. Es selección homógenea y tiene fuerza, más que juego en sí, pero esto no le va a faltar, precisamente hoy, a los argentinos. Y fuerza, aunque no la tuvieran, tampoco les faltará, porque les soplará en popa un viento de pasión. En rigor, este sumo partido de fútbol, ya comienza a ser más que un partido de fútbol envuelto en una gran polvareda pasional en Argentina, que compartirá Holanda, y que para el mundo es un partico ancho y ajeno.

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