Pragmatismo y política
Por exigencia del período de transición y compromiso político que atravesamos, hemos dado, la mayoría de quienes sobre política escribimos, en llamarnos pragmáticos y recomendar pragmatismo. El uso de la expresión, e incluso la conciencia de los límites del concepto que en la expresión se significa, ha ido convirtiéndose en abuso. «Pragmatismo» se ha convertido en una palabra que aún conserva connotaciones cultas o académicas, que encubre en bastantes casos el oportunismo sin principios, la resignación ante la quiebra, que se juzga inevitable, de valores ajenos a la práctica ordinaria, o la indiferencia ante lo que rebasa a lo común y placentero.Si continuamos jactándonos de pragmáticos, y permitiendo que corra la falsa idea de que el pragmatismo equivale a seguir el camino más fácil para vivir mejor o con menos preocupaciones, estamos inoculando un veneno para el que no vamos a tener triaca. Puede llegar un momento en que se convoque para un entusiasmo que exija más que el grito o el aplauso efímero, y nadie concurra en nombre del falso pragmatismo, que, por desgracia, crece sin corrección alguna.
Presidente de honor del PSOE
Dirección: Juan Ignacio Galván. Guión: Juan Ignacio Galván y Cecilia Bartolomé. Fotografía: José García Galisteo. Música: Luis Cobos y Manolo Galván. Intérpretes: Juan Pardo, Carmen Sevilla, Bárbara Rey, Julián Ugarte, Trini Alonso y HenryGregor. Española, 1978. Locales de Estreno: Fuencarral, California, Progreso, Juan de A ustria y A luche.
En una sociedad que invita a eludir el esfuerzo y cultivar lo trivial, que desposeamos la política de ideales superiores e incluso de quijotismo, es añadir error sobre error y flaqueza sobre flaqueza.
Es notable, aparte consideraciones filosóficas, la falsa imagen que del pragmatismo británico se tiene entre nosotros. No estaría de más que se recordase que en ese país de pragmáticos han nacido géneros literarios en los que son esenciales la ilusión, la credulidad, y también la inocencia. Los británicos crearon la utopía en cuyos cauces se dispara la imaginación, de tal modo que cuesta a veces un pequeño esfuerzo reencauzarla por los vericuetos y preocupaciones de la vida cuotidiana.
Los británicos dieron los primeros ejemplos de novelas de aventuras modernas, de reconstrucción novelada de la historia, de novelas fantásticas, como Frankenstein o los relatos de Stevenson, y por último, de la novela policiaca en los modelos iniciales, que exige que la imaginación burguesa se encare con lo inverosímil y lo admita como algo común y hacedero.
Unicamente un pueblo que cultiva la imaginación, y con frecuencia el idealismo, sabe poner límites a la noción divulgada de lo pragmático. De este modo, cuando toca sufrir con entusiasmo en crisis bélicas o económicas., por defender la integridad nacional o los principios democráticos, se hace sin que la toxina del falso pragmatismo haya malogrado las respuestas oportunas respecto de ideales superiores. Lo mismo se podría decir de otras muchas culturas o modalidades culturales en las que el pragmatismo es coherente y compatible con los ideales superiores. Mucho tendríamos que aprender los europeos del pragmatismo chino, tanto histórico como presente. Pero volviendo a nosotros los españoles, es incuestionable que tenemos que, ir quitando de nuestra enseñanza política, y también de nuestra propaganda política, la idea de que hemos de apegarnos a lo más útil, inmediato y agradable, dejando para después u olvidándonos de que hay realidades que no son inmediatamente útiles ni planceteras, que no pueden darse de lado o rechazarse. El pragmatismo, entendido del modo vulgar e insano que he descrito en política es un suicidio; es más, no es pragmatismo, porque un pragmático absoluto sabe, y sabe muy bien, que también es pragmático el conservar el entusiasmo por los ideales, para que la vida práctica no se estanque y corrompa.
El famoso "desencanto» del que tanto se habla está condicionado, en una parte considerable, por la idea, que han extendido quienes debían haber tenido cuidado de no salirse de los límites adecuados, de que los políticos son unos pragmáticos que van a lo suyo y que la política no pasa de ser el arte de sobrevivir, medrar y seducir. Si la política fuera esto, nunca lograríamos la normalidad democrática ni el aprecio de nuestros conciudadanos. Repito que hay algo semejante al suicidio en esta idea ruin del pragmatismo. El conocimiento de las cosas, el saber aprovechar la ocasión para ganar al contrario, o mantener unas relaciones internacionales en las que se eluda lo quimérico, es pragmatismo necesario y sano. Lo mismo podríamos decir del pragmatismo que consiste en justipreciar la realidad para no incurrir en la demagogia de prometer hacer más de lo que se puede. Este pragmatismo es inherente a la actividad política y compatible con dos principios que dan al quehacer político dignidad y fuerza, uno que no es lícito traspasar el límite impuesto por los valores éticos superiores para conseguir lo que redunda simplemente en beneficio o placer; no es lícito practicar la traición o hacer de la deslealtad el camino del triunfo.
El segundo supuesto es tan importante como el que acabamos de enunciar; dice que el pragmatismo es la muerte del entusiasmo, y si a la política se la desposee de entusiasmo se desposee de sustancia y de futuro.
Desde muy antiguo se ha insistido por clásicos y modernos en la necesidad del entusiasmo colectivo como exaltación de la confianza en la comunidad y en los ideales comunitarios. La necedad de oponer pragmatismo a entusiasmo, que implícitamente se está extendiendo, puede costarnos muy cara. No saldremos nunca de la necesidad de vivir entusiasmados por ideales colectivos que se asumen como ideales individuales que quedan en depósito hasta que la necesidad obliga a manifestarlos como testimonio de afirmación de aquello en lo que creemos. Así subsiste la idea de que una comunidad es algo más que una sociedad anónima, y que el Estado es algo más que un aparato gestor de los bienes comunes. El entusiasmo democrático puede caer e incluso perderse si continuamos con el mal ejemplo de alardear de pragmáticos como un procedimiento para sostenernos en el cinismo vulgar. Nadie que sea pragmático en el sentido que la expresión está adquiriendo en boca de todos, es propiamente ni, ciudadano, ni demócrata.
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