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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Patita blanca

Catedrático de la Universidad ComplutenseVeo que de algún tiempo para acá se está poniendo de moda por parte de los organismos del Estado hacerse amigos con la gente, hablarles de tú a tú por la radio y por los murales, invitarles a confiarse y a ser francos con dichos organismos, como en trato de buena camaradería corresponde.

¿A dónde vamos a parar, señores?

Es cierto que ya sabíamos, desde que la loba les hablaba el de detrás de la puerta a los cabritos, que los tenientes del poder y del dinero, cuando no procedía por circunstancias aplicar sin más la ley o la pistola al pecho, tendían a ponerse llanos y campechanos con sus sujetos y persuadirlos de que estaban en buenas manos, que «Nuestro interés es el de usted», como años atrás decía con jocoso juego de palabras una banca francesa de la que no quiero acordarme, y por lo tanto el de usted el nuestro, y que, en fin, lo más provechoso que podían hacer era cumplir como buenos súbditos y dar facilidades a los administradores de sus haciendas y sus vidas. Pero un reparto tan entusiasta de apretones de manos de los de arriba a los de abajo, un afán tan desmedido por mostrarle al público las cuentas claras en demanda de que el público corresponda con la misma limpia rectitud, un derroche tal de -¿cómo se dice?- democracia en los tratos de mandamases con mandamenos, una tal profusión de llamadas a la conciencia y hasta al corazón de los sujetos, esto parece algo relativamente nuevo, y que debe de corresponder a las nuevas formas, técnicas, democráticas y dinámicas (todo en griego, hijo), que desarrollan el Estado y el capital (que todo es uno: no te preocupes mucho) para sostenerse.

Antaño, los viejos funcionarios (de los que todavía quedan muchos -y que sea por muchos años-, en tanto que los van relevando los jóvenes figurines de ejecutivo), ah, aquéllos si que sabían tratar a los -de abajo, a los de las antesalas, a los del otro lado de las ventanillas, a los presuntos delincuentes: aquella seriedad majestuosa en los altos cargos, aquellas caras hurañas y cajas destempladas en los subordinados subordinantes: «Se verá su asunto cuando corresponda: puede usted retirarse»; «Tres años de atrasos del Impuesto sobre Beneficios, que hacen tanto, más tanto de diferencias por reajuste de tarifas, más el tanto por ciento de recargo progresivo: total, tanto; y si no ingresa usted antes del tantos, fecha tope, ya sabe a qué atenerse»; «El pelo al cero, y preséntese usted al sargento de semana»; «Ni exámenes de recuperación ni garambainas: suspenso, señor Galíndez; y si a su padre no le gusta, ya sabrá en qué parte de su anatomía demostrarlo»; «Prohibido hablar de política. ¡Arriba España!». Ah, aquello sí que era genio y figura: allí sí que estaba todo claro y cada títere en su sitio.

Pero ahora... ¿ven ustedes qué cosas? Miren, por ejemplo, el Ministerio de Hacienda: les exhorta a los contribuyentes a que le digan la verdad, a que hagan su declaración y se queden con la conciencia limpia, a que no anden con mezquinas ocultaciones y faciliten la tarea de reunir los fondos que luego van a repercutir en el propio beneficio de los contribuyentes. Me recuerda el caso la emoción con que uno de los Comisarios que a lo largo de los años sesenta me prestaron directamente sus servicios me explicaba lo que le gustaba a él una declaración sincera.

Desea el Ministerio vehementemente que le ayudemos todos en la tarea de administrar nuestra riqueza: quiere saber con precisión de cuánto dispondrá (o sea, dispondremos) para distribuir en los capítulos de sus gastos y servicios, que van a venir a colmar las necesidades y los deseos más fervientes de los ciudadanos, a saber: puesta al día de nuestro armamento, que ha de estar a la altura de la era atómica que vivimos; colaboración con las empresas en la construcción de bloques de suburbios y de la autopista del Atlántico, una vez que ya tenemos la del Mediterráneo; dispensación a las masas de la enseñanza y educación que como tales necesitan: un pequeño capítulo, en atención al necesario disimulo, de limosnas para viudas, huérfanos y ancianos; administración de la justicia; y sobre todo, manutención del propio robusto y benéfico aparato que se requiere para reE ular todas esas relaciones entre á Estado y sus administrandos.

Ahora bien, resulta que esa verdad que tenemos que decirle al Ministerio no es tan clara ni sencilla; y entonces, el fervor de colaboración d el Ministerio llega más allá: nos pide que, evitandole patrióticaniente trabajo a su aparato, le remitamos debidamente cumplimentadas unas fórmulas de declaración de varios pliegos, con todos los detalles, atañentes a la intimidad de nuestras finanzas; en clave y cifra -claro-, para que lo entiendan las computadoras y funcionarios asimilados; de manera que la gente llana, aun imbuida y todo de su deber de decirle la verdad al fisco, se ve incapaz de hacerlo por sí misma y tiene que acudir, con un módico desembolso, a las agencias, que para eso están, para completar armoniosamente el aparato; cierto que esto se espera que sea sólo provisionalmente, en tanto llega la anhelada situación (a la que los Estados modelos, como la de Alemania Occidental o la Rusia soviética deben ya de estar llegando) en que toda la gente sean funcionarios, hablen todos el lenguaje de la Administración, y no pueda haber ya desavenencias ni malentendidos entre el Estado y sus sujetos.

Y fíjense que hasta hace poco, cuando el que esto suscribe andaba en su primera etapa de funcionario de la Educación, a los que éramos funcionarios por lo Menos se nos ahorraba toda esa tarea: nos restaban de antemano del sueldo todos los impuestos y descuentos que estuviera mandado, y se acabó: uno ya sabía más o menos lo que quedaba para su bolsillo, y con eso contaban en su casa para el mercado y los zapatos de los niños. Pero ahora no: ahora (y esto ya recuerdo que me pasaba en Francia, donde debían de andar un poco más progresados en el asunto) quieren que haya previamente un intercambio de pareceres, de hombre a hombre, entre la Hacienda y el contribuyente: se apela, como en buena democracia corresponde, a la libertad y voluntad del individuo para la colaboración en el control por el Estado de sus finanzas (las de uno y otro: que son las mismas, hijo;, ya lo sabes), y únicamente se nos pide -eso síque no andemos intentando defraudar al fisco (los poco pudientes,se entiende- a los peces gordos no les hace falta defraudarlo: son él mismo) y que le digamos la verdad.

Vamos, señores: un poco de seriedad. El Estado es el enemigo natural de la gente, y punto. Esto lo sabe todo el mundo: lo sabe el Estado, aunque de ordinario no lo diga, pero cualquier ejemplo de tratamiento de las masas por Napoléón o por una estadística oficial lo demuestra a cada paso; y lo siente la gente, aunque no se atreva a saberlo de ordinario: pero sienten que aquello que los agobia de gabelas, horarios y ventanillas, aquello que les lleva a los novios al servicio militar, aquello que les carcome de automóviles las ciudades, aquello que los arroja a los bloques de los suburbios de las metrópolis, eso es el Estado.

Asi que sigan ustedes ahí arriba, mientras se sientan identificados con sus cargos, cumpliendo con el deber funesto que les compete, que ya nos arreglaremos aquí abajo, si podemos, para ir tirando y escabulléndonos como podamos. Sigan sacándonos la poca manteca que nos quede, sigan consumiéndonos la sangre en oficinas y pasillos de peatones y hogares homologados, sigan ensombreciéndonos el aire con vencimientos de plazos y amenazas de guerra y presupuestos y demás futuros. Pero, por favor, que no sea encima, como la gente dice, con recochineo.

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