Manuel Humbert
Importante exposición -compuesta nada menos que de 78 piezas- es la que se está celebrando en homenaje al pintor catalán Manuel Humbert (1890-1975), aunque, para mi gusto, contiene mayor cantidad de obra de las primeras, que, básicamente, son las reunidas en el sótano de la galería.A pesar de todo, el propósito de los organizadores de la muestra es digno de encomio. Primero, porque el reconocimiento del valor de una producción artística tan dilatada constituye un acto de justicia, y en segundo lugar, por la nada desdeñable oportunidad que su pone para los barceloneses poder considerar un conjunto tan nutrido de realizaciones de un mismo artista.
Humbert, hombre discreto, ensimismado, aparentemente gris, elaboró una pintura de poco brillo, pero que, sin embargo, encerraba un atractivo que,si pudo pasar inadvertido del espectador distraído, se percataron de él avispados coleccionistas, los que se preocupan de incrementar los acervos musísticos o los miembros de jurados de algunos concursos oficiales como el de la Generalitat, que en 1934 le concedió el Premi Nonell de Pintura o el de la Bienal Hispano Americana celebrada en La Habana en 1953, certamen en el que fue recompensado con el Gran Premio de Pintura al Agua.
Manuel Humbert
Galería Dau Al Set.Consejo de Ciento, 333.
Precisamente esta faceta -que es una de las más estimadas de la producción humbertiana: la de sus gouaches sobre temas de los bajos fondos- caracteriza, a mi entender, el arte de ese catalán ahora en buena hora evocado, por su querencia a las tonalidades mortecinas, como si quisiera poner en sordina la coloración demasiado estridente del paisaje bajo la luz meridiana o la que presentan los bodegones de frutas, pescados y hortalizas de tonalidades brillantes.
Manuel Humbert es el pintor de mujeres en interiores de iluminación matizada, vestidas, semivestidas o desnudas, pero con una cierta pudibundez como la de la modelo del cuadro que le valió el gran premio de 1934, que se tapa el sexo con la mano izquierda, todo un gesto muy revelador del temperamento pulcro, comedido, de su autor.
En definitiva, Manuel Humbert fue un «pintor francés»,con todo lo que de elogioso y de peyorativo puede tener el concepto; es decir, un artista con poco aliento vital (si por ello entendemos lo ostentoso, chillón o desgarrado), pero que, en compensación, siempre acierta la nota justa, porque está guiado por el instinto del bon gout.
Es aquel francescismo temperamental que llevó cuando, de muchacho, ingresó en la célebre escuela de arte de Francesc d'A. Gali a discrepar íntimamente del tenebrismo que predicaba su maestro. Es la misma Inclinación que una vez liquidada la etapa de su notable colaboración gráfica en la revista Papitu (1908-1911), condujo sus pasos hacia el París de antes de la primera guerra mundial y que no le privó de regresar, en 1917, a la Ciudad Luz materialmente oscurecida por temor a las incursiones de los Zeppelins alemanes o los disparos artilleros de la Gran Berta y campar a sus anchas por Montparnasse.
Evidentemente, Humbert no se propuso ser genial, pero nunca defraudó, por su honestidad, por su delicadeza, por su buen tono.
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