Falk: "Piensa pequeño"
Diputado de UCD por TeruelSer progresista no es cómodo: hay que criticar, investigar, contrastar, etcétera..., constantemente. Tampoco es bello; el «prueba y repite» científico no permite una percepción global armónica. Aunque sea menos satisfactorio (éticamente), resulta menos laborioso, y más estético, ser conservador.
El progresista «convencional» (que predica la «vanguardia» intelectual, ya aceptada y armonizada, del mundo de ayer) es un híbrido muy español, entre progresista y conservador. Ocupan. éste espacio quienes quieren tranquilizar su conciencia propugnando cambios (progresistas) sin esfuerzo; copiando fórmulas establecidas (conservadoras) fuera de la piel de toro.
Es un híbrido muy nocivo (especialmente para el propósito básico del progresismo auténtico, que es mejorar la sociedad, robusteciéndola, es decir, reestructurándola más eficazmente, en el sentido de su marcha natural) porque los defectos básicos de los que surge el híbrido determinan también su esterilidad (a veces desastrosa, porque su deseo de imponer pautas inadecuadas divide, la sociedad). Históricamente, los fracasos de los progresistas convencionales (estéticos) no sólo han abortado los intentos de los progresistas reales (éticos), sino que han arrojado al país a la regresión. Sus yerros, capitalizados por la reacción más conservadora, han servido para frenar nuestra historia en medio del aplauso (¡Viva las cadenas!) popular.
Las causas básicas del progresismo convencional (estético) son el irrealismo (el voluntarismo), la impotencia creativa (la tendencia a la copia), el retraso científico y la, falta de autenticidad.
Todas estas causas son las que determinan la anacrónica opinión, dominante entre los progresistas convencionales, acerca de nuestra economía. Tras la Constitución, quieren sacarnos de la recesión y el paro (que ellos han creado en los últimos cuatro años y ahora disimulan tras el consumismo del pacto de la Moncloa) con la medicina estereotipada de los años treinta.
Sobre la base de un diagnóstico irreal y de un análisis convencional (típicamente: liberal-conservador: Samuelson, Friedman, Musgrave), pretenden absorber el paro relanzando la inversión (financiada con ahorro público, generado por aumento de la presión fiscal) en infraestructuras sociales (viviendas, escuelas, hospitales, carreteras, urbanismo, etcétera... ) y en programas de industrialización (de exportación o sustitución de importaciones) a realizar por grandes empresas públicas, de acuerdo con las centrales sindicales.
En el mejor de los casos, es un programa «BBB» (Big Government, Big Industry, Big Unión; aquí GGG: Gran Gobierno, Gran Industria, Gran Sindicato) de tradición rooseveltiana (en el peor, la reminiscencia es hitleriana), que púdica y falsamente se oculta tras manifestaciones de defensa ritual de la clase media y del pequeño empresario (cuya destrucción realmente garantiza).
Como todos los programas progresistas convencionales es un plan «bien intencionado». estéticamente armonioso y coherente, desfasado científicamente (pero progresista en su «tiempo» y según se argumenta a estos efectos. en el nuestro, porque estamos «retrasados» históricamente) y a mi entender, totalmente inadecuado a nuestra problemática. Un plan que de ejecutarse, tiene altas probabilidades de sumirnos en el caos político y económico que pueden originar los dos millones de parados, los miles de pequeñas empresas en quiebra y la clase media proletarizada, que irremediablemente tenderá a producir su desarrollo. Adicionalmente, es un plan cuya concepción se presenta, como todos los progresistas «convencionales» (antes se llamaban «ilustrados»), despóticamente, sin discusión ni debate. Para sus defensores, no sólo es el único plan progresista, (todo crítico es conservador); se afirma que es el único plan posible (con lo que se implica que todo crítico es, además de conservador, ignaro o loco).
En artículos anteriores he ido apuntando algunos de los principales defectos de ese plan «in pectore». Críticas que resumo brevemente, a continuación, a efectos de comprensión del tema central, de este artículo. En los mismos he ofrecido alternativas razonadas a cada punto criticado; alternativas que he mantenido coherentemente en los últimos cuatro años y que he documentado en cada caso con el ejemplo coincidente de proyectos extranjeros relevantes.
Hoy, tras el resumen indicado, pretendo exponer la inviabilidad del esquema «gran empresa» para resolver el paro, proponiendo cómo alternativa el de «pequeña y mediana empresa», que defiendo como prioritario desde 1974.
Por el orden hoy utilizado, mis argumentos han sido:
La crisis de hoy (Meade: Un ejemplo) es de sentido contrario a la de los años treinta. El paro se produce no por un exceso de ahorro (y defecto de consumo) que no encuentra proyectos de inversión, sino por un exceso de consumo (y defecto de ahorro) para las necesidades de inversión existentes (energía nuclear, bienes de equipo, electrónica, forrajes, educación sanidad, vivienda ... ). Su solución, por tanto, debe ser de sentido inverso a la de los años treinta: Aumentar (no reducir) el ahorro y la inversión, reducir (no aumentar) el consumo. Si se aplica, como se pretende, la solución de los «treinta» al problema actual, que es el contrario, se generará más paro (no menos).
¿Qué forma precisa debe tener la solución genérica anterior? En El Paro: la economía y la política, y de acuerdo con el modelo socialdemócrata de Kaldor-Pasinetti, defendí que la solución del paro actual (que es más falta de empleo de «jóvenes» que desempleo de «viejos») exige un gran aumento de la inversión autónoma (no de la inducida, que se genera como consecuencia de la ampliación precisa de las fábricas de bienes de consumo cuando aumenta éste, porque si aumentara el consumo volvería a explotar la balanza de pagos). Tampoco puede aumentar toda la inversión autónoma (porque hay sectores, astilleros, acero, textiles, etcétera, donde, como consecuencia del cambio de demanda originado por la crisis hay exceso de capacidad, que habrá que reducir reestructurando el sector). Sólo debe aumentar en aquellos sectores (de acuerdo con un plan de inversión contra el paro) donde no exista capacidad de producción inutilizada (donde podamos sustituir importaciones) o donde tengamos ventaja comparativa para la exportación. ¿Y en qué actividades? Dentro de cada sector, hay que escoger las «actividades» menos intensivas de capital y más intensivas de trabajo que (al nivel tecnológico homogéneo que exige el comercio mundial) son las actividades más nuevas más de «punta» (las industrias «nuevas»: instrumentos de control, proceso de datos. circuitos integrados, etcétera, de la mejor tecnología son mucho más intensivas de trabajo y menos de capital que ¡as industrias «viejas»: acero, petroquímica, etcétera; de igual nivel tecnológico, porque las primeras son «manuales», las segundas «automatizadas»).
¿Cómo debe financiarse esa inversión, con ahorro público o privado? Es esta una cuestión que sólo he discutido en público de forma indirecta. Anticipando los resultados directos de mi análisis, que otro día publicaré, la respuesta es inequívoca: con ahorro privado en la medida que lo hubiere, complementado con ahorro público. Esta afirmación no se basa en razones teóricas de «subsidiaridad», que no comulgo, sino en una razón empírica obvia. En las únicas economías donde efectivamente funciona el esquema de ahorro público, en la magnitud necesaria para la inversión industrial precisa, es en las «orientales». En las economías «occidentales», el incremento de la presión fiscal se transforma siempre en consumo público, casi nunca en ahorro o inversión pública (salvo en las fasciscistas, y en pequeña medida, como sucedió en España).
Esta razón genérica es más evidente, en casos como el español, donde se precisa aumentar la presión fiscal mucho y para otros objetos más urgentes (al menos en 200.000 millones para subvencionar el paro, en 200.000 millones más para crear los servicios públicos mínimos necesarios en vivienda, urbanismo, educación, sanidad, etcétera; el ahorro público (privado) necesario para financiar la inversión requerida es del orden de 400.000 a 600.000 nuevos millones de pesetas). Dada la experiencia occidental, dado que la subvención del paro y la expansión de los servicios públicos deben tener prioridad sobre el ahorro-inversión pública, dado que todo el «paquete» anterior significa aproximadamente el 10% del PNB (aproximadamente el 50% de la presión fiscal existente y el 1.000% del aumento acordado en el pacto de la Moncloa), ¿cómo es concebible pensar en el ahorro público como financiación de la inversión necesaria contra el paro?
La conclusión es inevitable. Quien quiera reducir el paro debe fomentar el ahorro privado, ¿cómo? Por supuesto corrigiendo, antes de que se apruebe, el proyecto de reforma fiscal, que destroza el ahorro privado, porque impone igual la renta gastada que la ahorrada (Musgrave: capítulos 7y 8 Musgrave: 9 y 10); especialmente, el ahorro de la clase media y del empresario pequeño y medio, porque, en su incidencia, el impuesto es regresivo sobre el ahorro: paga más quien menos puede ahorrar. En efecto, de acuerdo con las concepciones más modernas sobre el consumo y el ahorro (Friedman, Ando y Modigliani) la «incidencia» del impuesto sobre la renta global recae, primero, sobre la renta ahorrada Y después (una vez que se ajusta la conducta del individuo a la situación), sobre la renta consumida. Ahora bien, dado que el ahorro del pobre es una proporción menor de su renta que la del rico. y dado que la diferencia entre las tasas impositivas (entre pobres y ricos) es menor que la existencia entre sus propensiones al ahorro, resulta evidente que la incidencia de la imposición sobre el ahorro del rico es menor (en términos margínales y medios) que sobre la del pobre. El impuesto, en otras palabras, no impide que siga habiendo los «viejos» ricos (especialmente después de la enmienda introducida que garantiza que nadie va a pagar más del 50% de su renta, por renta y patrimonio cualquiera que sea su nivel de riqueza y el de la eficacia de su gestión). Lo único que impide ese impuesto es que se hagan «nuevos» ricos y que, en su proceso de enriquecimiento, creen nuevos puestos de trabajo. Adicionalmente, si es posible, sería necesario transformarlo, eximiendo toda la renta ahorrada invertida, en un impuesto progresivo sobre el gasto (Meade: Un ejemplo), que vengo recomendando desde hace varios años, porque es el más adecuado a nuestra problemática actual: Castiga, progresivamente, el consumo suntuario y fomenta el ahorro. Impide que los «viejos» ricos persistan malbaratando sus rentas sin crear riqueza, y garantiza que sólo puedan convertirse en «nuevos» ricos aquellos que creen o ayuden a crear puestos de trabajo.
La última cuestión relevante, es: ¿Nueva inversión, a través de gran o pequeña empresa, pública o privada? Es la que quiero desarrollar hoy en algún detalle.
No es necesario perder mucho tiempo analizando si la empresa debe ser pública o privada. Si el esquema adecuado hoy es (preferentemente) el de pequeña empresa, ésta sólo puede ser privada. Incluso si. se aceptara que fuera (preferentemente) necesaria la gran empresa pública (igual que en todo el mundo occidental) es mucho menos eficaz que la privada. Muchas de las públicas existentes están en quiebra o suspensión de pagos. La realidad revela que su existencia no se justifica por la subsidiaridad de los franquistas, o por la lucha antiológica de los intervencionistas (argumentos viciosos ambos, porque la «industria naciente» puede potenciarse de otras formas y el oligopolio destruirse de otras maneras más eficaces), sino por la socialización de las pérdidas, la absorción de empleo redundante y el mantenimiento de la burocracia ineficaz que garantiza.
Por tanto, el tema básico, en este contexto, consiste en determinar si el tipo de empresa que, preferentemente, se precisa para corregir el paro es grande o pequeña.
Una primera aproximación al problema la facilita su propia cuantificación. Al final de 1978 habrá un millón de parados. En 1979, casi inevitablemente, millón y medio. En 1980, puede haber dos. Para intentar evitar esa catástrofe hay que romper la tendencia creando, digamos, un millón de puestos de trabajo inmediatamente. ¿Cómo?, las alternativas son: crear cien fábricas Ford o crear un puesto de trabajo en cada una de las pequeñas-medianas empresas existentes en el país. A esta primera reflexión cuantitativa, cabe añadir un telar, un torno, en una pequeña empresa, pocos meses.
A nivel de costas: un puesto de trabajo en una gran empresa de tecnología competitiva cuesta más de diez millones de pesetas en actividades relativamente «modernas» (automóviles). En sectores más «ambiguos», como el eléctrico, el siderúrgico o el químico, puede superar los cien y doscientos millones (en centrales nucleares). En la pequeña y mediana industria oscila entre dos y cinco.
Tiene la pequeña y mediana industria otras ventajas adicionales.
Entre otras, las más importantes son: 1) La mejor integración social que permite (mejores relaciones laborales), gracias a la menor alienación del trabajador, menos burocratización del ejecutivo y mayor contacto humano entre ambos. 2. El menor coste en infraestructuras, físicas y sociales que requiere y, por tanto, su mayor facilidad de localización, en cualquier lugar de España (especialmente en las áreas de fuerte paro).
¿Cómo impulsar su creación? Depende del tipo de pequeña y mediana empresa de que se trate. La pequeña y mediana empresa o es «de punta» (en actividades nacientes: instrumentos de control, electrónica, proceso de datos, circuitos integrados.... híbridos, etcétera) o de «cola» (fabricación de componentes y complementos de la gran empresa estandarizada). Las empresas de «cola» sólo pueden aumentar en la medida que lo hagan las grandes. Las que aquí interesa desarrollar con prioridad, que son las de «punta», porque son la que pueden aumentar nuestras exportaciones y sustituir nuestras importaciones, requieren varios tipos de ayuda.
Primero, la pequeña empresa «de punta» requiere para su producción eficaz, tecnológica, financiación y comercialización que, normalmente, obtiene sola (las de «cola» la reciben indirectamente de la gran empresa en difíciles condiciones. Si se quiere fomentar su impulsión, en gran escala, es, por tanto, imprescindible establecer formas de interacción funcional entre grandes y pequeñas empresas, similares a las que realizan las grandes «Trading Companies» japonesas, establecidas por los grandes bancos precisamente para esos fines; con un éxito inigualado (tanto en la reestructuración industrial y tecnológica de Japón como en su comercio exterior).
Adicionalmente, la pequeña y mediana empresa sufre el ahogo administrativo que para ellas supone la legislación general, redactada para la gran empresa. Este problema lo están reconociendo, y resolviendo, hoy todos los países occidentales sensatos, que están revisando el esquema GGG por otro PPP (pequeño Gobierno, pequeña empresa, pequeño sindicato) porque es el único que puede resolver la crisis actual rápidamente (absorbiendo el paro y reconstruyendo el sector exportador).
La formulación más brillante del tema es, probablemente, la del laborista Nicolás Falk: Think Small: Enterprise and Economy, (Fabian Trac 453, 1977). La idea que desarrollo, y que comenzó a extenderse, a partir de 1974, por todos los que reconocimos el sentido auténtico de la crisis, ha tenido ya un impacto legislativo importante en casi todos los países occidentales de gobiernos laboristas o socialdemócratas, que son quienes, hoy, defienden la pequeña empresa. Y lo va a tener mayor: Como ejemplo de la tendencia, Lever, ministro inglés, se propone, a similitud de canadienses y alemanes: reducir el «papeleo» oficial para las pequeñas empresas, liberarlas del impuesto sobre el valor añadido (el más similar, en España, el de tráfico de empresas), liberarlas igualmente del impuesto sobre ganancias de capital (incorporado en el nuevo impuesto sobre la renta global y patrimonio), reducirles los requisitos urbanísticos para su instalación en áreas de paro, de las contribuciones a la seguridad social y al subsidio de empleo (mediante esquemas alternativos de seguro), liberarles de los dictados de las políticas de rentas (salarios y precios) nacionales, además de garantizarles un acceso privilegiado a los suministros del Gobierno.
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