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Dos años de mudanza histórica

Juan Luis Cebrián

«No vuelvan a mirar atrás porque habrían de poner un término a su maledicencia y llamar prodigiosa la casi repentina mudanza que en este país se ha verificado en tan breve espacio» (Mariano José de Larra)

Esta costumbre inveterada -que sin duda los antropólogos sabrán de qué le viene al mundo- de celebrar los aniversarios tenía que terminar por dejar huella incurable entre las gentes. Da lo mismo si es un natalicio o un fallecimiento, si el advenimiento de un rey al trono o la decapitación del tirano, si una boda ritual y con monaguillos o el día en que Carrillo dio una rueda de prensa. La paraliturgia del pueblo para conmemorar sus emociones es una lucha sempiterna e inútil de recuperación del tiempo. Y hoy nos unimos casi mecánicamente a ella, en nuestro segundo cumpleaños, este puñado de hombres y mujeres que hacemos EL PAÍS.¿Habrá que comenzar pidiendo perdón? Para nosotros, EL PAÍS ha sido algo más que un periódico. Ha constituido un empeño fundamental y serio de comunicación entre los españoles, un símbolo del cambio en las libertades de que disfruta nuestro pueblo y una experiencia formidable de creación profesional. Nos ha acompañado la suerte y nos han ayudado nuestros lectores, sobre cuyo perfil aportamos algunos datos significativos en este mismo número. Ha colaborado sobre todo con nosotros el tránsito singular, a veces caótico, pero siempre en punta de progreso, que España ha protagonizado, desde hace precisamente dos años, en el camino hacia la democracia.

Pasa a la página 9

(Viene de la página primera)

EL PAÍS salió a la calle en los estertores agónicos del último Gabinete Arias. Ya se sabía en mayo de 1976 que el reformismo franquista era inviable y que un cambio de régimen se avecinaba. O el Poder propiciaba la ruptura desde su seno, suicidando una parte de sí mismo pero salvando lo posible de la clase política y las estructuras dominantes de la dictadura, o el Poder perecería a manos de la historia. Felipe González ha explicado recientemente ante el Parlamento que el dilema se resumió en una síntesis armónica entre los partidarios de la ruptura democrática y los del reformismo del régimen. Lo que le faltó explicar al líder socialista es que, sin duda, esto se pudo hacer gracias a la colaboración de la izquierda, pero el sintetizador final fue Suárez. El camino resultó, pues, reformista y los resultados los que estamos viendo: una etapa constituyente prolongada y tediosa que ha de terminarse, ahora dicen que con el otoño, y que abrirá paso a la normalización política.

Durante todo este tiempo nuestro periódico ha sido testigo y actor de una mudanza singular en la que ha participado sin duda activamente con los otros medios de comunicación: no sólo como espejo de la realidad circundante, sino como incitador y animador del cambio. Muchos critican el protagonismo que la prensa y los periodistas han adquirido en la vida pública española. Yo no digo que no se hayan dado en ocasiones algunas actitudes petulantes, personales o corporativas, de los profesionales de la información; ni tampoco que no sean censurables dichas posturas, en las que inevitablemente, antes o después, parece que está condenado a caer todo ser humano con una credencial de prensa en el bolsillo. Pero sería una ridiculez ignorar que gran parte de esas críticas provienen llana y simplemente de la poca capacidad para asimilar sus errores que tienen los españoles, sobre todo los españoles oficialmente cultos o letrados, y del nulo sentido del humor de que hace gala nuestra sociedad.

Hoy se puede decir sin lugar a dudas que la prensa ha sido un eficacísimo instrumento de diálogo y colaboración social en los momentos de cambio y ha habido, además, un esfuerzo honesto y sincero de los profesionales de la información por ayudar a instaurar un régimen de libertades públicas. El papel esencial de los órganos de opinión en la construcción de la democracia no es, por lo demás, nada privativo de esta sociedad ni de esta situación. La frase de Jefferson según la cual los periódicos son preferibles al propio Gobierno en la organización de un país democrático es ya clásica. Y no significa otra cosa sino que un Estado basado en la opinión pública y en la libertad de eIección de los ciudadanos no puede obviamente existir al margen de los medios de comunicación.

Pero me interesa hoy referirme con alguna rotundidad al subtítulo que sirve de peana a nuestra cabecera. En el primer número del periódico señalábamos que El PAÍS «se ha soñado siempre a sí mismo como un periódico independiente capaz de rechazar las presiones que el poder político y el del dinero ejercen de continuo sobre el mundo de la información». De la materialización o no de nuestro sueño dan fe ya las páginas del propio periódico y sería un absurdo que yo viniera a calificar el resultado. Puedo, en cambio, confesar sin empacho que nos sigue animando idéntico propósito, y ahora sabemos ya que las presiones y las amenazas, al menos ellas no, ellas no pertenecen al reino de los sueños. Desde el primer día de su historia EL PAÍS se ha dedicado así a promover los valores de la democracia pluralista y el modelo de convivencia de las sociedades occidentales. Lo ha hecho, eso sí, no hurtando la cara al cambio sociológico, cultural y generacional que el pueblo español viene experimentando. Hemos querido hacer un periódico independiente de partidos y grupos de presión, pero comprometido con el mundo que le rodea y con los españoles, tantos años privados del derecho a expresarse libremente. Por eso no hemos querido hacer un periódico neutral, sino beligerante: beligerante contra los restos del autoritarismo, las oligarquías del poder económico, los doctrinarismos, la corrupción, el abuso, la violencia, la represión y la muerte. Y beligerante también a favor de los derechos humanos, la liberación de las minorías oprimidas y marginadas, la elección de los gobernantes por el pueblo, la implantación de un orden de vida que no importa si asusta se le llame revolucionario si lo que quiere decirse es que trata de acabar con formas de convivencia socialmente periclitadas y sólo mantenidas por la magia fantasmal de la clase política. Este periódico se ha pronunciado así contra la pena de muerte, el terrorismo, incluido el terrorismo de Estado, la guerra, la carrera de armamentos, la política de bloques, el imperialismo económico y la explotación en todos sus aspectos. Se ha pronunciado también por los derechos de la mujer y del niño, la implantación de un nuevo código de moral civil, la separación entre Iglesia y Estado, la amnistía política, las autonomías, la creación de una política familiar y sexual moderna, la extensión de la enseñanza y la cultura, la creación en definitiva de una sociedad libre y abierta, reconciliada consigo misma tras; 43 años de sangrienta lucha civil que sumió al pueblo español en la más absurda y abominable humillación moral que la historia de nuestro país recuerda. Así hemos entendido y entendemos la independencia de nuestro periódico. Así practicamos nuestra concepción de la libertad.

Por lo demás, un periódico no es nada que no sean sus lectores. Ellos le orientan, le dan vida proporcionan su verdadera razón de existir. Incluso cuando cogen la pluma o el teléfono para protestar, para discrepar, hasta para irritarse. Sobre todo cuando hacen eso. ¿Cómo despreciar en una institución dedicada al diálogo como ésta el valor de la crítica adversa? ¿Cómo negarse a la fecundidad de la polémica? A los lectores se debe, en definitiva, el éxito de este periódico, que nos preocupa y enorgullece a un tiempo por lo prematuro.

Y pues hemos caído en la taumaturgia del aniversario, podemos añadir que hoy, si miramos al pasado, constatamos con Larra la casi repentina mudanza que se ha operado entre los españoles. Muchas cosas han cambiado, y para bien, en estos dos últimos años. Ni la crisis económica ni las vacilaciones del poder son suficientes para empañar la alegría de la libertad. Y no empaña tampoco nuestra modestia confesar que si así ha sido nos sentimos responsables solidarios del acontecimiento.

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