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Reportaje:Corea del Sur, treinta años después / 1

Un país en pie de guerra

Corea del Sur tendrá, dentro de diez años, una nueva capital. Los planes de traslado se encuentran ya muy avanzados. Las autoridades nacionales se muestran muy discretas sobre este proyecto, pero se trata de un secreto de polichinela; la región de Taejón, 140 kilómetros más al Sur, ha sido elegida ya para albergar a la nueva ciudad. Se dejará en Seúl, probablemente, el poder judicial y el Parlamentó, un edificio moderno y colosal, realzando con mármol italiano, cuya construcción no se concluyó hasta 1975. Los principales departamentos de la Administración emigrarán a Taejón. Algunos edificios públicos, casi con toda seguridad el Ministerio de Defensa, serán enterrados bajo tierra y protegidos como bunkers.

Hay dos razones para este traslado. La primera, que es importante controlar el desarrollo de Seúl -capital desde el siglo XIV- que cuenta hoy con siete millones y medio de habitantes y que tendrá probablemente, diez millones -como actualmente Tokio- para el año 2000. Corea del Sur tiene, junto con Taiwan y por delante de Holanda, una de las densidades de población más elevadas del mundo.

La segunda razón del cambio de capital es, a los ojos de los dirigentes actuales, la más importante. Es una razón de orden estratégico. Seúl, sobre la cual sobrevuelan permanentemente globos para prevenir ataques aéreos en baja altitud, no está más que a cincuenta kilómetros de la frontera norcoreana, a menos de nueve minutos para un bombardeo supersónico. Ninguna capital de un país de estas dimensiones ocupa una posición geográfica tan vulnerable. Es la razón oficial por la que los días 15 de todos los meses se realiza un ejercicio civil de alerta aérea.

Tuve la ocasión de ver a la población seguir las instrucciones del ejercicio. Parecía prestarse a ello sin rechistar. El día D una gran parte de los vehículos -públicos y privados- recorre la ciudad desde la mañana con banderolas de color amarillo recordando a los ciudadanos que, de acuerdo con el calendario, las sirenas se haran oír en un momento indeterminado de la jornada.

Al primer aviso -aquel día eran cerca de las catorce horas me encontraba en un restaurante del centro de Seúl, en la planta baja de un inmueble de oficinas privadas. Uno de los milicianos encargados en el barrio de vigilar el buen cumplimiento del ejercicio, aceptó que me quedase junto a él, a condición de no distraerle. Todos los oficinistas detuvieron inmediatamente su trabajo, interrumpieron el dictado de cartas, abandonaron sus dossiers abiertos y descendieron a los sótanos. En la avenida, los automóviles se hicieron cada vez más escasos. Cuando las sirenas sonaron por segunda vez, dos autobuses se detuvieron delante de mí, frenando de forma brutal. Los conductores retardatarios se hicieron acreedores a las invectvas del miliciano, que indicó a los pasajeros la dirección del restaurante y de los sótanos.

Imperativos de seguridad

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La vida del país se detuvo en menos de cinco minutos. Un silencio impresionante reinaba en las calles desiertas. Fue entonces cuando se oyeron los golpes de un martillo en una torre en construcción: había obreros que continuaban trabajando, suspendidos sobre la fachada del esqueleto de acero y hormigón. Ellos eran, aparentemente, la excepción. Mi miliciano no tuvo tiempo de responderme. A doscientos metros de mi puesto de observación, en medio de un cruce de calles, las espesas volutas coloreadas de un bote de humo simulan una explosión, como ocurre habitualmente en las maniobras militares occidentales. Se trata de hacer más creíble el ejercicio para quienes, por sus funciones, pueden y deben echar un vistazo desde fuera. No habían pasado diez minutos cuando las sirenas sonaron por tercera vez. La multitud invadió de nuevo la calle, los oficinistas comenzaron a subir pisos, los viajeros montaron en los autobuses. Y, cosa sorprendente, el país remprendió sus actividades en varios segundos, como si no hubiera pasado nada.

Es fácil suponer que estos ejercicios -así como el toque de queda desde medianoche hasta las cuatro de la mañana, los controles de carretera en las cercanías de las fábricas, los registros antisabotaje- forman parte del arsenal de medidas policiales para mejor encuadrar a la población. Pero oficialmente, y se trata de algo plausible, son los imperativos de seguridad los que las imponen.

El rigor en los aeropuertos surcoreanos es significativo. Un inspector os obliga a vaciar completamente vuestros bolsillos en una bolsa de plástico mientras que otros os palpan buscando cualquier cosa que se os haya olvidado declarar. Ningún equipaje de mano es admitido en las líneas aéreas interiores. Cámaras de fotografía y magnetófonos, por pequeños que sean, deben ser confiados al piloto, cuya cabina se encuentra completamente aislada de la parte reservada al los pasajeros. La puerta entre las dos partes se encuentra bloqueada. En cada avión hay un funcionario encargado de velar por la seguridad de los viajeros, pero también de correr las cortinas de las ventanas antes de cada aterrizaje: no hay que dejar a los espías realizar tan fácilmente su trabajo de observación ni, sobre todo, de dejar que se repita el secuestro de un avión de la compañía aérea civil surcoreana KAL, del que no se ha vuelto a ver nunca ni el aparato, ni la tripulación, ni los pasajeros.

En cuanto a la amenaza puramente militar, no se puede decir que esté totalmente descartada. El descubrimiento de túneles excavados por los norcoreanos entre 1973 y 1976 debajo de la línea de demarcación no ha contribuido a calmar los espíritus. Una excursión por las carreteras del norte de Seúl deja a los turistas una impresión mucho más angustiosa que un paseo por Alemania a lo largo de la «cortína de hierro». La visita a Panmunjon da una idea del estado de «guerra fria"

Panmunjon es un pueblo situado en medio de la zona desmilitarizada: una franja de cinco kilómetros de ancho que corta a la península de este a oeste a lo largo del paralelo 38. Por esa razón, el acceso al pueblo se encuentra estrictamente controlado. Los soldados están armados hasta los dientes. La actividad de los campesinos en sus arrozales, entre dos muros de hormigón y alambre espinoso, resulta sorprendente.

No cederemos una pulgada

Panmunjon es el único punto de contacto entre el Sur y el Norte. Se puede visitar allí el edificio prefabricado donde fue firmado el armisticio en 1953 y en el que representantes de la ONU y de Corea del Norte continúan reuniéndose para discutir sobre las infracciones a las disposiciones del acuerdo que sigue en vigor. «Las sesiones se resumen frecuentemente a un intercambio de palabras sobre naderías», nos declaró un observador del Ejército suizo al servicio de las Naciones Unidas. Se permite echar un vistazo al interior del edificio rectangular, dar una vuelta a la mesa con mantel verde, pero sin tocar los micrófonos que, al parecer, los norcoreanos dejan conectados permanentemente. Se entra por un extremo y se sale por la misma puerta, ya que la salida opuesta da al puesto de guardia de los soldados del Norte a quienes está prohibido, por los acuerdos, hacer la menor señal o dirigir la palabra.

El teniente coronel Kim Jae Chang, comandante del sector, muestra su determinación al recibir a algunos visitantes en su cuartel general, que domina una amplia zona fronteriza con Corea del Norte: «Los hombres de mi batallón -precisa- están perfectamente equipados y casi todos han combatido en Vietnam al lado de los americanos; ninguno cederá una pulgada de terreno en caso de agresión desde el Norte.»

Detrás del apacible río SaChon, alambres espinosos, campos de minas y garitas son rigurosamente idénticos a los de la frontera entre las dos Alemanias. El Norte ha construido una barrera para evitar las hemorragias de tránsfugas y fugitivos, el Sur para impedir las incursiones militares y, sobre todo, las infiltraciones de espías. Es esta desconfianza la que diferencia a Alemania Federal de Corea del Sur, las dos aliadas de Estados Unidos y enfrentadas a regímenes apoyados por la Unión Soviética.

En el peor momento de la «guerra fría», las dos Alemanias mantenían contactos que, desde entonces, se han ampliado Claramente. Los alemanes occidentales pueden incluso, hoy día, telefonear a 305 circunscripciones de Alemania del Este por el servicio automático. Entre las dos Coreas, la única línea telefónica que fue establecida entre Pyongyang y Seúl en 1972 fue cortada por los norcoreanos en 1976 sin ningún tipo de explicaciones. Las numerosas familias que quedaron separadas desde hace veinticinco años no han podido mantener contactos. La propaganda a través de altavoces y los panfletos lanzados desde globos son los únicos mensajes procedentes directamente del Norte.

Un «pueblo propaganda»

El resto es característico: detrás del río Sa-Chon, destacándose del paisaje árido y, eternamente accidentado de Corea, se percibe a lo lejos, al oeste, una estatua blanca de cuarenta metros de altura, la del líder norcoreano el presidente Kim-Il-Sung. Al este, también dentro de la zona desmilitarizada, un pueblo sigue también, aparentemente, su vida normal. Pero los guardias fronterizos surcoreanos lo califican de «pueblo de propaganda» porque, según explican, sus compatriotas del Norte hacen como si lo animan durante el día y son obligados a abandonarlo durante la noche.

Los incidentes graves entre el Norte y el Sur son raros. Los norcoreanos abatieron un avión de reconocimiento norteamericano y capturaron un barco-espía, el USS Pueblo, en 1968. Detuvieron a pescadores surcoreanos en alta mar, así como un avión de pasajeros de la KAL. Lanzaron, un día, un comando suicida contra la residencia del presidente surcoreano Park-Chung-Hee y derribaron, el pasado 14 de julio, un helicóptero que había franqueado la línea media de la zona desmilitarizada. Pero en Panmunjon la prudencia se ha reforzado desde el pasado 18 de agosto de 1976, cuando la península se vió febrilmente agitada por una inexplicable provocación: dos oficiales americanos, que estaban podando un álamo de doce metros de alto, fueron matados a golpes de hacha por guardias norcoreanos cerca del Puente de no retorno (llamado así por los siete millones de refugiados que pasaron el Sa-Chon para huir del Norte sin esperanzas de volver a encontrar sus bienes y sus familias).

El autocar, dotado de una buena escolta, lleva a los turistas -la mayor parte de ellos japoneses provistos de sus inseparables cámaras fotográficas- al lugar del trágico incidente. Entretanto, el árbol en litigio ha sido cortado a la altura: del techo de nuestro vehículo, que no está autorizado para detenerse y que continúa rápidamente su camino hacia el sur.

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