Humillar
Vicepresidente de Acción Ciudadana Liberal
A Montherland le gustaba decir con evidente premeditada brutalidad, que las guerras civiles eran las mejores guerras, pues, al contrario de las que tenían lugar entre naciones diferentes, se sabía en ellas a quién se mataba y por qué. A mí me parece, en cambio, que no es así y que las guerras civiles son confusas, contradictorias, dependen a veces de un azar, de una situación geográfica o de una mala información, de mil y una contingencias, casualidades o circunstancias. Por eso tal vez, porque los contendientes están inseguros y tienen mucho miedo -miedo incluso a equivocarse-, son tan crueles y salvajes. El hombre se vuelve fiera y ataca cuando tiene miedo.
Acabada esa locura colectiva que es una guerra, y mucho más si es fratricida, necesitase una enorme dosis de generosidad por parte de todos. Generosidad en los vencedores y en los vencidos para restañar las heridas, para dejar que cicatricen sosegadamente las llagas sin volverlas a abrir con violencias o brusquedades, para perdonar sin deseos de revancha o de venganza. Muchas veces es más fácil para el vencedor tender la mano que cogerla para el derrotado.
Esa necesaria generosidad no la tuvo, evidentemente, el franquismo, terminada la guerra civil. Y existen muchos síntomas para decir que tampoco la tienen muchos de los perdedores de la guerra o sus herederos, que se han convertido ahora, por arte de birlibirloque, en los vencedores -aunque no se sepa a ciencia cierta cuándo la han ganado-. Porque habrá que recordar que Franco murió en la cama de enfermedad y de vejez y la oposición no supo -no supimos- echarle ni vencerle. Aquí no hubo tan siquiera un 25 de abril portugués con más claveles que fusiles y -dichosamente- sin muertos, pues en Portugal no se mata ni a los toros en las corridas.
Pero ahora que mandan, pese a ser una monarquía, los republicanos, aunque simulen un sospechoso fervor de recién conversos, deberían ser más generosos con los antiguos vencedores, sobre todo aquellos -muchísimos, casi todos- que no participaron en el reparto de botín alguno. No se puede humillar constantemente a los triunfadores de la guerra civil, exasperarles, irritarles, indignarles, ofenderles. Los ataques desde medios oficiales y desde la misma televisión a los ideales, símbolos y personas por las que muchos murieron, ellos mismos lucharon en la contienda y además vencieron, es inadmisible. Claro es que nunca se derrota a los más fuertes: tan sólo se vence a quienes habían sido los más fuertes y dejaron de serlo.
No me gusta el maniqueísmo y nunca he creído en una división simplista de los hombres en buenos y malos. Pero si no me gustaba el maniqueísmo franquista, tampoco me gusta éste de ahora, que lleva trazas de ser tan injusto, al menos, como aquél.
He escrito muchas veces, cuando era arriesgado hacerlo, que debía hacerse con los exiliados españoles un acto de justicia histórica, un acto de reparación, que no podían ser considerados ni tratados todos ellos como si fueran unos facinerosos, pues es así como les trataban muchos camaleones que detentan ahora el poder, nos perseguían por afirmar estas cosas y dicen ahora lo contrario de lo que sostenían hace muy poco. Pero un acto de justicia histórica, de generosidad, no tiene por qué ir seguido de otros actos de injusticia, de resentimiento, de revanchismo. Y, desgraciadamente, estamos presenciando muchos de este estilo.
El cadáver del señor Largo Caballero ha vuelto a su patria en olor de multitud, de la misma manera que el anterior franquismo paseaba poco ha el brazo de Santa Teresa por toda España. Muy bien. Pero ¿por qué los restos de don Alfonso XIII siguen todavía en Roma, en el exilio? Y si alguien ha pedido la devolución de los bienes incauta dos a entidades y personas físicas por el régimen anterior, yo pediría que fuera desde el 18 de julio y también que se devolvieran todos los que fueron incautados en la zona republicana. Quizá incluso se recuperarían las joyas, los cuadros y los muebles que robaron a mis padres y a tantos miles de personas. Aunque las vidas, ¡ay!, de uno y otro bando y las de los que no eran de ninguno, no las podremos recuperar jamás.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.