La Cabrera, un espacio del alto León
Tanto hemos amado La Cabrera, esa brava y claustral comarca del alto León, que siempre nos preocupó su futuro. Brava, por la fuerza de sus luces y sus hierbas que, con los canchales, cubren las hondonadas de los valles; por su capacidad para sobrevivir enfrentada brutalmente a una naturaleza de soledades absolutas. Claustral porque, siendo toda ella montuosa, parece, a su vez, cercada por cimas y serranías que le han dado ese carácter de reclusión, de sosiego.¿Salvaguardar La Cabrera, cuando la comarca no ha hecho otra cosa que vivir, a lo largo de los siglos que reconocemos como modernos, sumida en un tiempo medieval? ¿Salvar una comarca que a lo largo de los años se ha atrincherado en sus nieves y en su pobreza? ¿Es que la soledad y el abandono no han sido hasta ahora las mejores defensas contra cualquier posible atentado? Así parece haber sido. De su retiro y de su abandono extraía la comarca fuerzas para seguir manteniendo su amarga autenticidad. Todos hemos deseado, y deseamos, atención para esa geografía rugosa e intrincada, pero era el tipo de atención (y la forma en que esa atención se dirigiera) lo que, en el fondo, nos preocupaba. Era su futuro, la dirección que se le pudiera dar a su desarrollo, lo que nos obsesionaba y nos obsesiona.
Hago todas estas consideraciones a raíz de una noticia -en principio feliz- que días pasados pudimos leer en este mismo diario. A La Cabrera parece haberle llegado su día de suerte. Se va a crear un patronato especial para la comarca y se anuncia ya una benéfica lluvia de millones para obras de infraestructura. La noticia, como decimos, resulta, a primera vista, feliz, porque viene a cancelar una injusticia de siglos y a derramar atención digna sobre unas aldeas raídas por la emigración y el apartamiento. Y decimos «a primera vista» porque, a la larga, nos preocupa el desenlace que en un medio tan incontaminado pudiera tener cualquier proyecto desarrollista.
Porque La Cabrera no es sólo una zona más de esa España rural a la que hay que poner en armonía con los nuevos tiempos, con las necesidades mínimas. No sólo se trata de llevar a ella lo que en nuestros días resulta vergonzosamente básico: la luz, el agua, los caminos. Por sus condiciones físicas La Cabrera es un espacio que, ante todo, se debe preserva de cualquier atentado contra si ambiente, contra su naturaleza. Quienes la han recorrido a pie quienes han amado su pobreza luminosa saben muy bien que acabar con su pobreza sin atenta contra su luminosidad puede resultar una operación extremadamente delicada. Y en su luminosidad simbolizamos, natural mente, las características que hacen de ella un lugar impar: sus bosques, su flora, su fauna, su microclima, sus aguas, esa arquitectura de piedras humildemente desordenadas y de techos de urces que, confundida con las hojas oxidadas de los robles, apenas se hace notar en las laderas...
Las carreteras llegan tarde
Uno recibe con extremado gozo la noticia, pero no tiene por menos que pensar que las carreteras llegan demasiado, demasiado tarde, cuando ya hay pueblo: prácticamente vacíos, cuando sus habitantes han ido a buscar si medio de vida a Ponferrada, Avilés o a Eibar. Imagino que con ese dinero llegará también alguna que otra escuela, pero no tenemos por menos que preguntarnos si será rentable, teniendo en cuenta lo escaso y disperso de alumnado. Aunque, eso sí, como en otras zonas de la España rural los niños -esos niños celtas de pelo muy rubio y grandes ojos azules- y los viejos no faltan en La Cabrera. (Recuerdo en este sentido mi visita, hace ya algunos años, a Noceda, uno de los pueblos o nidos de águilas más inalcanzables de la comarca para visitar a su maestro, a uno de esos maestros que cada dos o tres meses abandonaban irremediablemente el pueblo vencidos por la infructuosa soledad de un puesto en continua interinidad o excedencia. Recuerdo la ascensión a caballo, cuando las nieves fundidas lo permitían, para ver el aula con los cristales rotos, ahumada y destartalada. Una anciana, un hombre que se iba con los rebaños todo el día a las cumbres y cinco o seis niños de ojos azules... eran, en aquellos días, los habitantes de Noceda.)
No conozco, en este momento, las cifras de emigración, ni el número actual de los habitantes de aquellos valles -esperamos, en este sentido, la publicación de la voluminosa tesis que Valentín Cavero, profesor en Salamanca, ha terminado sobre La Cabrera, esa visión global y pormenorizada que una institución cultural de la provincia leonesa ha tenido el acierto de premiar-, pero es indudable que toda idea de desarrollismo a ultranza debe tener desgraciadamente en cuenta la despoblación. (Y se basaban en la despoblación los que años atrás tenían la idea -más desnaturalizada, a decir verdad, que feliz- de arrancar a los habitantes de sus aldeas para bajarlos al llano.) Quien llegue, en consecuencia, con cualquier idea desarrollista a ultranza a La Cabrera deberá tener en cuenta no sólo esa naturaleza espléndida afortunadamente preservada, sino igualmente el rosario de soledades de quienes, a lo largo de tantos años, han tenido que vivir en un medio tan adverso.
La naturaleza espléndida
Recuerdo también, hace unos años, un grupo de estudiantes y profesores de la Universidad de Cambridge durmiendo bajo los astros de La Cabrera. Habían llegado allí para estudiar y clasificar la flora de la comarca; una flora que, en su opinión, era única en Europa y que había que defender a cualquier precio. Recuerdo que el pasado verano, yendo entre dos pueblos de los límites de la comarca, Boisán y Prioranza, siguiendo el río, se hallaba el camino cegado por el bosque. Y pienso en el pasado arqueológico de la zona, excepcional en el límite aurífero de Las Médulas, en las grutas y ruinas de la Tebaida leonesa, ya en pleno Bierzo, de verdores más fértiles y menos duros. Y en la tradición ganadera que llevaba los rebaños por encima de las mismas nieves del Teleno al mercado de Luyego. Y en los extensísimos pinares en los que el lobo hispánico tiene aún la principal reserva del país... Por los cuatro puntos cardinales nos saldrá al paso una naturaleza espléndida.
Tanto el futuro (y esperemos que humanista) patronato de La Cabrera como los parlamentarios de León que, según dice la reseña a que antes aludía, han tenido la idea de subir con el ministro del Interior al frente a La Cabrera, deberán tener muy en cuenta que la salvación de esa comarca pasa, inevitablemente, por la defensa de su equilibrio ecológico. (Es obvio que hoy la palabra desarrollo es un arma de doble filo y que al encontrarnos con ella pensamos afortunadamente más en la calidad de la vida que en el discriminado uso del cemento.) Tanto tiempo han esperado esos ásperos valles, tan de espaldas a la realidad han estado sus gentes, que muy bien pueden permitirse esperar un poco más si va a ser en aras de meditar con serenidad sobre su futuro y, en consecuencia, de no caer en una irreparable equivocación.
Una zona idónea para un gran parque nacional
Nadie duda de la necesidad y de la bondad de ese proyecto que lleva a la comarca caminos, aguas y alcantarillas; pero detrás sólo debe existir el fomento de una economía local y selectiva, basada en una explotación fundamentalmente maderera y ganadera. Pero ¿no podrían los programadores de ese espacio buscar una solución más noble aún y más ambiciosa para él creando allí un gran parque nacional? En verdad, pocas zonas hay en España que como ésa ofrezcan, por su extensión y naturaleza, unas condiciones más óptimas para tal fin. La población actual -mínima en La Cabrera Alta- es la primera de las razones. Un parque nacional superior, incluso, a la extensión de la comarca en sí, pues las zonas colindantes de Orense y Zamora lo favorecerían por sus características similares.
Esta, creo yo, puede ser una idea a considerar antes de dar cualquier salto en el vacío. Bienvenida sea, por tanto, esa tan esperada infraestructura, pero atención a lo que pudiera venir detrás de ella. Atención a la borrachera industrialista para la que -como afirmaba hace unos días mi paisano Torbado en estas páginas- hay muchos espacio esperando en León y en Castilla. Borrachera industrialista que específicamente tuvo visos de convertirse meses atrás, en las feraces y leonesas vegas de Valencia de Don Juan, en borrachera nuclear. (Clarividentemente rechazada a tiempo por los habitantes de esas zonas.)
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